Últimos rayos de sol
Hay un lugar, en el comienzo del paseo de la Castellana, ahora que va vencido el verano, que nos lleva al interior de un cuadro de Cézanne o de Utrillo. Los robustos plátanos y las acacias empiezan a adormecerse y se desprenden de las primeras hojas amarillas que flotan sobre el vaho de los aún cálidos rayos solares. Allí me siento, como si fuera sobre el fantasma de un aguaducho, que poco trae en común con las terrazas de hoy. Entrecerrando los ojos de la memoria, sustituimos las carretelas, los landós, las calesas por los silenciosos automóviles que, en oleadas, van hacia los comedores de las afueras, la segunda residencia o la casa de los hijos prósperos. Gana en colorido este tráfico de brillantes carrocerías que se detienen ante el semáforo para tomar fuerzas y alcanzar el próximo.
Las sillas de mimbre están suplantadas por butaquitas de lona sobre estructuras de hierro o de madera, asientos ergonómicos y relajados. A los caballeros de levita y redingote les relevan septuagenarios en mangas de camisa, bronceados por el aire vacacional del Imserso, que ya no saben pasear, sino ir de un lado para otro. Las damas del cuadro, con pamela y sombrilla, pasan ahora con escotados vestidos color fresa, pantalones cortos, maquillaje elaborado y teléfono móvil pegado a la oreja. Poca gente joven en este domingo preotoñal; quizá descansan de la larga noche en la discoteca, o han madrugado para jugar al tenis o emprender escaladas con premeditación.
La Castellana de este día está remozada y hermosa, pero algo se echa de menos: le falta vida cotidiana, los niños con sus ayas o las mamás durante la semana, y el ajetreo dominical de los adultos que iban a ver y a que les vieran. Pasa el flujo de autos, el relámpago estrepitoso de las motocicletas, el rojo pausado de los autobuses. En ese privilegiado lugar, el tiempo y los habitantes tampoco son los mismos que se afanarán de lunes a viernes. Es aquel aire de pausados giros que no volverá hasta la semana siguiente, que quizás sea la última de clemente armonía.
En los bancos no aletean los abanicos de las madamas, sustituidos por la insolente incursión de los gorriones, en busca de las migajas caídas de la mesa, que atrapan haciéndole un quite a las voraces palomas. De tanto en tanto, un hombre solo, a quien ha sacado su perro a dar una vuelta, se cruza con una pareja de mujeres que camina deprisa. Flanquean el paseo, vigiladas por el arbolado de los bulevares, suntuosas casas a cuyos balcones nadie se asoma, porque son oficinas. Si alguien vive en esas espaciosas residencias, se ha marchado la víspera. Los clientes de la terraza no parecen apreciar la singular hermosura que les rodea. Echan sobre los veladores el envite de las hazañas piscatorias, la anécdota picante y dudosa, el reiterado canto a las noches fresquísimas, cuando en la capital no se movía una hoja y hasta callaban los grillos al borde de los 38 grados. Cada día traerá su afán, cada lunes el inicio de apremiantes jornadas laborales, el planteamiento de lo inmediato, el haber mantenencia. Se pone en marcha el implacable mecanismo de lo desconocido, las alegrías y los quebrantos, el desfile de las horas que alargan la herida hacia su remate. Y el desordenado e implacable galopar de las generaciones que azuzan los numerosos y exigentes escuadrones.
Atrás queda el sosiego de un ritmo distinto, en soledad o barajado con la muchedumbre familiar. Volver es morir un poco, tras el irritante purgatorio del regreso, la espera impotente en el aeropuerto, el itinerario azaroso de los autobuses, la impaciente caravana en la carretera y el traqueteo de los trenes, que ya no pitan en la llanura para prevenir a la guardabarrera y nos da la sensación de que nadie los conduce.
En este tibio domingo, Madrid, en el comienzo de la Castellana, es cuando más se parece a sí mismo, entre los centenarios edificios y la buena voluntad que ponen las hojas de los árboles en mantenerse un poco más; el dorado polvillo que se filtra hasta el lugar donde acomodamos nuestra razonable melancolía. Pronto la ciudad estará ocupada por quienes no miran hacia lo alto, hacia esos alardes gratuitos que antes se permitían los arquitectos, destinados al transeúnte que por allí ha de pasar. Hoy sólo alzan la vista los guardias municipales, por si alguna vecina ha tendido su ropa interior o una redonda antena de televisión está fuera de su sitio. El otoño ha venido y, la verdad, no parece que a nadie haya sorprendido.
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