Cuando el mundo se acaba
Un día, al levantarme de un salto de la cama, aplasté con el pie desnudo una cucaracha. Así que, durante los días que permanecí en el hotel, antes de poner los pies en el suelo encendía la luz para dar tiempo a las cucarachas en su retirada hacia los escondrijos. El hotel, frente a la estación, debió de haber sido, décadas atrás, una fonda decente para viajantes.
Fue una de esas mañanas. Al salir del hotel observé que, en lo alto de las escaleras de la estación, unos chavales lanzaban violentas invectivas contra alguien a quien yo no podía ver. Doblé la esquina. Casi tropiezo con un guardia civil, algo obeso, que tundía con su porra a una adolescente que se protegía en posición fetal contra el bordillo.
La Fira de Tàrrega ha cambiado desde 1991, cuando los disturbios. Y es más necesaria que nunca
No sé por qué extraño mecanismo mental no atiné a decir otra cosa que: '¡Pero, hombre de Dios, qué hace usted!'. A lo que siguió una escena que todavía ahora me parece grotesca. En el tiempo en que el guardia civil se volvía hacia mí para descargar su porra, aún tuve tiempo de gritar: '¡Prensa, prensa, prensa!'. Un grito que detuvo, a pocos centímetros del brazo con que me protegí la cabeza, la contundencia de aquel palo.
'Si usted es periodista, vaya al ayuntamiento. A las doce habrá una rueda de prensa'. La ciudad ofrecía el aspecto devastado de un campo de batalla: calles tapizadas de una gruesa alfombra de cristales; escaparates saqueados; allí, al fondo, en la plaza mayor, el ayuntamiento ennegrecido por el fuego de los contenedores de basura que alguien había lanzado contra la fachada. En su interior estaban los detenidos, la ropa desgarrada, chamuscada, ensangrentada. Ése era el aspecto que ofrecía Tàrrega después de los altercados que tuvieron lugar en 1991 durante la Fira de Teatre al Carrer. Lo sorprendente, mirado con una perspectiva de diez años, es que la feria continuara.
Al año siguiente, la ciudad apareció tomada por las fuerzas del orden en actitudes de vigilancia casi obscena. Pero año a año, a medida que la policía se fue haciendo menos visible, más discreta, la feria fue recuperando ese aire festivo que sigue provocando la admiración de quienes la visitan.
Ahora ya no me alojo en el hotel donde compartía habitación con huéspedes que a veces se subían por las paredes. Ahora me alojo en un hotel nuevo, luminoso, con el cuarto de baño reluciente. No da cabida, ni de lejos, a todos los invitados, que superan, contando sólo los programadores, los 800 y se reparten en casas y hoteles en un radio de 30 kilómetros.
También la ciudad ha cambiado. Se han pavimentado calles. Se han restaurado edificios. El lecho del río, casi seco, es ahora lugar de paseo, con hierba donde poder tumbarse. Los escaparates, cuando no son modernos, tienen la solera de los viejos escaparates de barrio. Y los bares nocturnos no son ya aquellos antros calurosos, mal ventilados, que vomitaban sus clientes a la calle.
La feria deja en Tàrrega, a razón de 5.000 pesetas por visitante, más de 500 millones. Y genera, a poco que se multipliquen por 300.000 pesetas los 2.300 bolos contratados, 700 millones. Son, además, muchos los grupos y los artistas que velan aquí sus primeras armas. Pienso en esto mientras miro cómo pasan las diversas tribus urbanas que pululan por la ciudad. Se me ocurre que tal vez fue en los altercados de 1991 cuando empezó la verdadera transformación de la feria de simple fiesta popular en ese espectacular mercado en que se ha convertido, uno de los más importantes de Europa.
Me topo con los de Teatre de Guerrilla, tipos simpáticos cuyo salto a la fama empezó aquí. Me cuentan, dándose el relevo como hacen en sus montajes, su historia. Llegaron a Tàrrega con la ilusión de quien empieza. El propietario de un almacén se lo cedió a cambio de que lo limpiaran. Incluso ahora resultan cómicos: 'Un palmo de mierda había', dicen tendiendo al mismo tiempo la mano abierta. Lo dejaron como los chorros del oro. Y entonces al propietario se le ocurrió que quizá había hecho el primo y pidió, por los pocos días de la feria, 250.000 pesetas. Una fortuna si has de pedir un préstamo. No ganaron un duro. Pero los vio Joan Ollé, se los llevó al Festival de Sitges y allí se les abrieron las puertas del cielo.
Esto también es Tàrrega. Pero cuántas desilusiones no habría que añadir. La desilusión, sobre todo, de quienes pierden un dinero con el que incrementan el impacto económico que para Tàrrega supone la feria. Joan Anguera, a última hora del lunes, se mostraba, en la entrevista, solidario con los desilusionados. Tiene razón.
Al día siguiente, mientras transcribo la entrevista, alguien me llama para decirme si me he enterado de la noticia. ¿Qué noticia? Han atentado contra las Torres Gemelas. Durante una hora abandono el ordenador para plantarme ante el televisor. No sé por qué, pienso en los altercados de Tàrrega, en la racionalización económica de la feria, en los desilusionados. Llamo a Anguera para decirle que quizá no haya espacio en el diario para la entrevista. 'Si el mundo se acaba', me contesta, '¿a quién le importa Tàrrega?'. La pregunta es retórica. Los dos sabemos que la cultura es, nunca más que ahora, necesaria.
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