Un horizonte feliz
El propósito de Eduardo Zaplana en el día de ayer era transmitir seguridad en lo universal y prosperidad en lo local. Para lo uno se puso la corbata caqui, y para lo otro se trajo un discurso eterno para abrumar con una catarata de datos y sepultar sus flancos débiles. Pero antes de que descorchara este discurso espumoso y llenara el hemiciclo de burbujas, tuvo que estrechar la mano al vicepresidente de las Cortes, José Cholbi, que es siempre el primero en besar el santo.
Ya había llegado el consejero de Sanidad, Serafín Castellano, con su rigor mortis a flor de piel y una mortaja muy apropiada, contagiando su vitalidad a su vecino en el banco azul, el titular de Educación Manuel Tarancón.
Entonces la presidenta de las Cortes Valencianas, Marcela Miró, soltó un mazazo muy viril, casi de fitness, y Zaplana subió al púlpito con sus zapatos de cascabillos. 'Tenemos ante nosotros un horizonte feliz', proclamó con energía, mientras el mundo se derrumbaba por fuera y la economía se enfriaba sobre una coyuntura pegada con saliva.
Antes de elogiar el 'comportamiento diferencial positivo' de la economía valenciana en ese mundo que había empezado a desmoronarse en el sur de Manhattan, Zaplana se había colgado la medalla de la Acadèmia de la Llengua Valenciana en un gesto casi patriótico. Con ese talismán en el pecho, dibujó un panorama empapado con almíbar, con tanto exceso de hidrato de carbono que puede que algunos llegaran a olvidarse del paisaje de escombros, ambulancias y horror que ha quedado tatuado en los cerebros.
El presidente de la Generalitat, todavía con bronceado de yate, exaltó la hazaña de la economía valenciana, que a pesar de la desaceleración norteamericana y el estancamiento alemán, continúa subiendo sin techo que la detenga. En ese momento ya colgaban varias medallas en su pechera. Sólo faltaba el dato de las crecientes inversiones extranjeras, aunque Rita Barberá, de rojo Ferrari, parecía más interesada en el manual de instrucciones del nuevo artilugio para votar desde el escaño.
Mientras se intensificaba el murmullo en los bancos socialistas, Zaplana se empleaba a fondo llenando globos de colores para revestir este pronóstico optimista con un sermón plagado de logros y datos estadísticos propicios que le permitía hurgar a menudo en las contradicciones de la oposición. Sin embargo, cuando estaba haciendo las delicias del banco azul con esta coyuntura de mármol columnario, deslizó el anuncio de una crisis de gobierno en formato de frente de modernización, con el consiguiente terror para su gabinete. 'El crecimiento económico no es un fin en sí mismo, sino un instrumento para avanzar', justificó.
Entonces se quitó la chistera y empezó a sacar conejos para el área sanitaria, mientras Serafín Castellano, con cara de desayunarse en ese instante con todas esas propuestas, empezó a tomar nota como si estuviese vivo. Zaplana aún hizo más: llamó socializar a lo que hasta ahora se llamaba privatizar en todos los tratados de economía, y ante un silencio de alabastro sentenció: 'La confrontación público-privado es un debate trasnochado'. Luego simplemente se dedicó a ponerse una condecoración en cada agujero causado por la diálisis, el barracón, la deuda o el apagón. Y así, dos horas. 'Los resultados nos acompañan', refrendó.
El portavoz socialista, Joaquim Puig, surgió de debajo de la avalancha de cifras, se sacudió los datos de encima y trató de recuperar la realidad como si hubiese sobrevivido al Apocalipsis: 'Nuestro mundo se ha extinguido', voceó. Y aún flageló a Zaplana: 'Las cosas que vamos a discutir aquí da la sensación de que pertenecen al pasado'. Pero en esos momentos el presidente de la Generalitat ya había proyectado sobre la cúpula de pavés del hemiciclo una campana blindada con todas las sensaciones del calidoscopio. Puig disparó toda la munición a su alcance con un discurso de pulgar e índice, pero rebotaba en el frontón de Zaplana. En el interior de las Cortes se había llenado una burbuja con un horizonte de felicidad, que en realidad distraía una crisis mundial y un cambio de gobierno.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.