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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Respuesta a un enemigo difuso

El Gobierno de Estados Unidos ha calificado, con razón, el ataque terrorista del martes como un 'acto de guerra', aunque proceda de un enemigo difuso, todavía no plenamente identificado. Pese a las características del nuevo terrorismo en un mundo globalizado de porosas fronteras, este macrocrimen -cuya dimensión en número de víctimas desconocemos aún- resulta difícil de explicar sin una cadena de fallos de los servicios de inteligencia norteamericanos. El FBI, la CIA y la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) no han explicado aún cómo es posible que un atentado que necesitó meses de preparación pudo desarrollarse sin ser detectado. Las detenciones practicadas en Boston y Miami pueden abrir pistas fiables para identificar a los autores últimos.

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Es la hora de rescatar a los supervivientes entre los escombros, atender a los heridos y llorar a los muertos, que se contarán por miles. Pero también la de preparar una respuesta precisa al terrible desafío. El presidente Bush se ha declarado paciente y determinado, y ha prometido que el castigo será 'centrado'. La historia le juzgará por el acierto con que gestione esa respuesta, de la que depende la recuperación de la confianza por parte de la sociedad norteamericana, pero también del resto del mundo, que hoy siente un temor también difuso ante una amenaza aún sin cara ni nombre, pero que nos puede alcanzar a todos. La Casa Blanca dio por terminada ayer la cadena de ataques, pero ¿puede garantizarlo tras los fallos de detección evidenciados?

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Si los ciudadanos bienintencionados tienen derecho a exigir que este crimen no quede impune, también hay que esperar que Bush no caiga en la tentación de un contraataque a ciegas. Su respuesta debe ir encaminada a aumentar la seguridad global, a hacer del mundo un lugar más seguro y más libre. Incluso si se confirmaran las sospechas que se dirigen hacia algún grupo islámico integrista, sería un error histórico responder con un castigo de carácter general. Ello no haría sino realimentar la dinámica de agravios contra Occidente.

Bush tiene el Congreso unido como una piña tras él, y la opinión pública presiona en favor de un castigo proporcionado a la agresión. Los aliados de la OTAN -entre ellos, España- le han dado pleno apoyo en aplicación del artículo 5 del Tratado de Washington, que compromete a todos los aliados a acudir en defensa de cualquier nación que haya sido objeto de un acto de guerra. Esta fórmula otorga carta blanca a Washington dentro de la legalidad, como señaló ayer el jefe de la diplomacia española, tras la reunión de urgencia de la UE. A cambio, Estados Unidos debe identificar con precisión al enemigo ante sus aliados. La sensación de un nuevo Pearl Harbour está muy presente, pero los aviones que atacaron y hundieron el 7 de diciembre de 1941 la flota norteamericana del Pacífico llevaban la enseña japonesa. Ahora el atacante no lleva bandera, y ello agrava la sensación de ansiedad e incertidumbre. El ritmo de las investigaciones tal vez no coincide con la presión por identificar a un culpable de una ciudadanía que, según las primeras encuestas, estaría dispuesta incluso a arriesgar la entrada en una guerra por castigar a los terroristas y los territorios que eventualmente los protejan.

Nadie había previsto seriamente una catástrofe de este tipo, pero hay experiencias de crisis como la de la guerra de Irak, en la que la incertidumbre sobre el futuro -una guerra de larga duración y efectos sobre el suministro de petróleo- se trasladó de inmediato a las expectativas económicas y en particular a la actitud de los consumidores. Ahora la incertidumbre cae sobre una economía mundial ya de por sí vacilante, especialmente en los propios Estados Unidos, tras el mayor periodo de crecimiento de la historia. La reacción inicial de los inversores ha sido retirarse del mercado de valores hacia refugios más seguros como el oro o los bonos públicos.

Inseguridad ciudadana global

Los principales bancos centrales, con el europeo a la cabeza, adelantaron ayer su disposición a inyectar liquidez en los mercados financieros. Parece aconsejable evitar mensajes de los Gobiernos que favorezcan, por su tremendismo, reacciones de pánico en los mercados (y en la sociedad) que sean aprovechadas por los especuladores. Es lógico que las reacciones ante lo imprevisto transmitieran cierta improvisación. Pero la interrupción de la rutina administrativa, en EE UU y en Europa, debe durar lo menos posible, para proyectar una imagen de cohesión de la comunidad internacional mediante iniciativas de los organismos supranacionales. En lo político y en lo económico.

Los atentados contra las Torres Gemelas de Manhattan y el Pentágono nos han situado, de repente, en un mundo nuevo en términos de inseguridad, menos apocalíptica que el equilibrio del terror nuclear de la guerra fría, pero también menos controlable. Ello obliga a dar prioridad a la importancia que ha cobrado el terrorismo como forma de violencia incontrolada. La situación global de la seguridad no se parece a nada de lo que hubo antes: ni al anterior balance of power ni a la guerra fría que ha dominado buena parte del siglo XX. Estamos obligados a repensar a fondo las políticas de seguridad, que, esencialmente, deben estar orientadas a proteger a los ciudadanos y a garantizar sus libertades. Las nuevas circunstancias aconsejan abrir un debate sobre las políticas de seguridad a seguir en este mundo globalizado, que han de proteger frente a la amenaza, disuadiendo con eficacia a los terroristas, pero también actuar sobre las situaciones de injusticia histórica y de desigualdad social que alimentan la hoguera del odio.

En el caso de EE UU es necesario reformar a fondo los servicios de inteligencia, pues han carecido de coordinación suficiente y confiado en exceso en la tecnología, despreciando el factor humano: la recogida de información sobre el terreno e infiltración en los movimientos. La ausencia de escrúpulos suple la limitación de medios de los terroristas, otorgándoles una considerable capacidad de destrucción. La lucha antiterrorista de EE UU, que dispone de un presupuesto de 12.000 millones de dólares -significativamente el doble que un lustro atrás-, ha dado frutos en los últimos años, evitando atentados y secuestros de aviones. Pero, esta vez, los asesinos se han colado por donde menos esperaban. La prevención ha puesto el acento en el riesgo de empleo de armas nucleares por los terroristas, desdeñando en parte las posibilidades criminales que crea la mezcla de audacia y fanatismo.

A la vez, las tendencias aislacionistas presentes en un país que no ha padecido una guerra en su territorio desde hace siglo y medio se verán ahora sacudidas por la realidad de una violencia sin fronteras. Lo quiera o no, EE UU no es sólo la mayor potencia, sino que está inmersa en un mundo cada vez más globalizado. Y tiene mucho que ganar -por ejemplo, en el campo de la inteligencia- de la colaboración con los aliados.

Esto le debería llevar a examinar con mejor atención actitudes que favorecen reacciones violentas por parte de los fundamentalismos. El conflicto entre Israel y los palestinos es un vivero de terroristas, en un caldo de injusticia que se debe rectificar. Justo lo contrario de lo que hicieron ayer los israelíes con nuevos ataques con tanques en Gaza, que causaron la muerte de al menos 12 palestinos. La Administración de Bush se ha desentendido del conflicto, lo que equivale a dar libertad de acción a Sharon. Los aliados europeos están detrás de Washington tras el asalto terrorista del martes, pero no están obligados a avalar la escalada bélica israelí. Eso sería errar el tiro.

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