Viajar a España
Resulta interesante comparar las referencias de Montaigne a España, escritas a finales del siglo XVI, con las impresiones de los viajeros -principalmente franceses e ingleses- que nos visitaron desde entrado el XVIII hasta comienzos del XX. Para Montaigne, poco inclinado a opinar sobre política interior francesa, las figuras de referencia en la Europa de la época eran el Emperador (Carlos I) y el rey Felipe (Felipe II), a las que alude con más admiración que hostilidad. Los viajeros, sobre todo los del XIX, dan testimonio de una España tan exótica que cuesta creer que estén hablando del mismo país que Montaigne. También sin hostilidad; generalmente, con simpatía y hasta con entusiasmo. Así, por ejemplo, Théophile Gautier o, en el siglo XX, Rilke o Montherlant. Sólo que con frecuencia sus elogios causan o debieran causar sonrojo. Y no por los valores folclóricos que ensalzan; el tipismo y los trajes regionales también fueron habituales en Francia, Italia y Alemania hasta la Segunda Guerra Mundial. Lo que de veras avergüenza es el atraso y la ignorancia que esos viajeros detectan en la gente, algo en lo que los escritores españoles de la época les dan toda la razón sin pretenderlo y sin siquiera sorprenderse. Los escritores, claro está, a partir del momento en que reaparecen. Pues hay una primera mitad del siglo XIX en la que incluso ellos se diría que han desaparecido, como erradicados por la propia ignorancia y el atraso de los que luego darán cuenta, un panorama de cuya amplitud la Iglesia española es sin duda en buena parte responsable. La reaparición de los escritores fue, precisamente, el primer síntoma de la recuperación del país. Escritores y artistas, especialmente pintores, que ya en la primera mitad del siglo XX iban no sólo a poner de manifiesto la fuerza del propio espíritu creador, sino a rescatar la memoria del espíritu creador de otras épocas, caído en el olvido.
El contraste entre la realidad evocada por esos viajeros y la actual imagen de España entre nuestros vecinos europeos es llamativo. Pues el auge del idioma español en países como Alemania, Italia y Francia (un 68 por ciento de los estudiantes franceses de secundaria) no obedece a las mismas razones que en Estados Unidos -proximidad geográfica y peso numérico-, sino a la impresión de modernidad y hasta de irreverencia que a la juventud de esos países les sugiere la España actual. La puesta al día de la sociedad, la adecuación de formas y costumbres a la nueva realidad que se produjo entre los años setenta y ochenta, y hasta algo tan epidérmico a la vez que significativo como fue el destape, están en el origen de ese cambio de imagen. España había dejado de ser el país ultramontano y folclórico que proponía la estampa tradicional. Los últimos representantes de esa estampa suelen ser los pocos restaurantes españoles existentes en diversas ciudades del mundo, esas Casa Pepe o Casa Paco que aquí y allá sirven terribles paellas y gazpachos, un jamón asqueroso y vinos enranciados -cuando no sangría-, agobiando al intruso con la compañía de flamencos y flamencas probablemente gallegos.
A comienzos de los sesenta, la oferta española al incipiente turismo consistía precisamente en todo eso. España, para el recién llegado, era poco más que un tópico, y tanto la publicidad turística como una buena parte de los españoles procuraban hacer honor a ese tópico, ofreciendo lo que aún siguen ofreciendo Casa Pepe o Casa Paco. Las penosas aproximaciones y tentativas de ligar con extranjeras de los jóvenes locales en la Costa Brava: su empeño en comportarse como españoles, es decir, como chicos impulsivos, irracionales y hasta un poco tontos, a modo de garantía de una sincera fogosidad amatoria. La diferencia entre España y el resto de Europa era entonces patente. Lo era para la sin duda divertida extranjera objeto del ligue. Pero también para el joven que intentaba ligar y para sus parientes o conocidos que trabajaban en Alemania. Estaba al alcance de cualquiera el percibirlo.
¿Se percibe todavía algún deje de esa diferencia? Pese a todos los actuales síntomas de modernidad, yo diría que sí. Ciertas diferencias permanecen en más de un aspecto. Las más aparentes son también las más superficiales y, en este sentido, las de más sencilla solución. Sobre todo si esos indicios de atraso son culpa no tanto de los ciudadanos cuanto de las autoridades. La forma de conducir, por ejemplo. O los suelos de Madrid, las papeleras de Madrid, las rehabilitaciones de edificios a lo jenízaro de Madrid, entre precarios andamios, jirones de tela y escombros. Son cosas que sería bonito solucionar con un intercambio honorífico de alcaldes -con Barcelona, por ejemplo-, pero que se acostumbraron a resolver eligiendo a otro. Tampoco determinadas deficiencias de carácter laboral y, más concretamente, salarial deben considerarse especialmente significativas, toda vez que con frecuencia, lejos de ser una secuela del pasado, son un aspecto más de esa modernidad, el relacionado con las leyes del mercado. Lo decisivo, creo yo, el ámbito en el que España sigue manteniéndose a cierta distancia del resto de Europa, es el de la educación y el conocimiento. Si en el terreno del arte y la creación literaria no hacemos mal papel es porque, afortunadamente, esa buena marcha no depende de ningún ministerio. Lo malo es cuando sí depende, como en el caso de la investigación. Por no hablar ya de la enseñanza secundaria y de la universitaria. El que la mayor parte de los estudiantes deje de serlo sin haberse familiarizado con la lectura es algo cuyas consecuencias son mucho más graves de lo que pudiera parecer a primera vista. No importa que en los países vecinos suceda tres cuartos de lo mismo; España está más necesitada.
El peor aspecto de la decadencia española iniciada a finales del siglo XVIII fue la ignorancia generalizada que, como una epidemia, se extendió por la totalidad del país y que sólo un siglo más tarde empezó a ser superada. Hoy, la modernización y el desarrollo tecnológico son evidentes. Pero ¿qué se ha hecho, por ejemplo, de diversos parques tecnológicos proyectados con motivo de las galas del 92? Se hablaba entonces de España como de la California de Europa. Todo augura ahora que el parque temático sustituirá al tecnológico y que España bien pudiera acabar convertida en la Miami de Europa. Y Miami no es California.
Luis Goytisolo es escritor.
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