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Columna
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Recuentos

Aunque los refranes señalan el mes de enero como la época de las buenas intenciones, la corona del optimismo moral descansa desde hace tiempo en la cabeza plateada de septiembre. Las estaciones de origen y los pistoletazos de salida han cambiado en la geografía sentimental del almanaque. Más que con las cenas y con los despilfarros de las Navidades, el año se corta con la espada del verano, que es una espada de pirata, llena de mar, despertadores rotos y sueños que se atreven a izar su bandera negra en el mástil del deseo. Un sueño sin bandera negra es tan falso como el saludo de un amigo hipócrita y tan aburrido como las costumbres temerosas de la mediocridad. Sólo los sueños piratas del verano sirven para devolverle el optimismo a nuestro corazón, acostumbrado desde niño a los calendarios escolares y a la mitología de las vacaciones. Es posible que los colegios no hayan conseguido todavía formar ciudadanos responsables, pero sí le han dado la vuelta a los ciclos espirituales del tiempo. La canción del 'año nuevo, vida nueva' pasó de moda hace más de un siglo, desplazada por la melodía civil del 'curso nuevo, vida nueva'. Se trata de una música menos solemne, menos religiosa, pero tan pegadiza e inevitable como cualquier canción del verano. Aunque nos quejemos de lo cortas que son las vacaciones y de lo que sufrimos al volver a la oficina, la verdad es que se regresa con un diablillo optimista dentro del alma, decidido a engañarnos, a convencernos de que las cosas se pueden hacer mejor. Los quioscos se llenan de nuevas colecciones, fascículos de enciclopedias, métodos para aprender idiomas o para conquistar definitivamente los secretos del arte culinario. La mayoría de los clientes tardarán menos de un mes en renunciar a su coleccionismo y a su disciplina. No importa, los vendedores a plazos habrán hecho ya su agosto en el mes de septiembre. Somos estudiantes con ganas de sacar mejores notas.

El problema es que la edad llena la copa del optimismo colegial con un licor agridulce. Llega un momento en el que los espejos sólo nos hablan de las cosas que ya no podremos hacer, de los idiomas que nunca aprenderemos. Los depósitos de la buena voluntad encienden sus alarmas, y la luz roja nos indica que el tiempo, único combustible para los motores del porvenir, empieza a escasear. Yo vuelvo de las vacaciones cargado de buenos propósitos, arrastrado por un corazón de poeta optimista, pero el espejo me recuerda que cada vez dispongo de menos tiempo para escribir el libro que me gustaría escribir. La bandera negra de mis sueños literarios ondea ya a media asta. Supongo que le pasará lo mismo al gobierno tripartito del Ayuntamiento de Granada, que volverá de las vacaciones con un optimismo manchado por la conciencia de que el tiempo se le está acabando. Con la esperanza más bien mediocre de no recibir críticas, este equipo municipal se ha limitado hasta ahora a repartir caramelos entre las almas vociferantes, con la intención más bien humilde de mantener calladas a las fieras. Esta política es especialmente llamativa en la vida cultural, el verdadero corazón de una ciudad universitaria. Hacía más de 20 años que no respirábamos un aire tan gris, tan espeso. Y el concejal de Cultura no es el único responsable.

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