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Columna
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Tortura y hoguera

Reavivar, a principios del siglo XXI, una nueva inquisición puede sorprender a más de uno. Hace siglos se penaba con la tortura y con la hoguera. Ahora se hace todo más sofisticado. La pena es quedarse sin trabajo, que no es poco. Una especie de muerte lenta porque, además de quitar los ingresos económicos a una familia, se condena a las personas a estar en los papeles, aireando su vida como si se tratara de enfermos leprosos, hubieran entrado en contacto con la brujería o realizado conjuros. Todo demasiado lamentable en una sociedad laica.

Me refiero a las profesoras que en Almería y Málaga han sido vetadas para impartir clase de religión en colegios públicos. Los obispos que han hablado e intentado argumentar los despidos o la no renovación de los contratos se arman de argucias legales, de motivaciones morales y religiosas que en una sociedad menos anacrónica que la nuestra no tendrían razón de ser.

Los obispos deberían dar explicaciones convincentes, si es que las tienen, y no agarrarse a la aplicación del Concordato entre la Santa Sede y el Estado español, totalmente obsoleto que, aunque firmado en 1979, tiene su origen en la España franquista acostumbrada a ir bajo palio.

Un ciudadano normal no entiende que por salir de copas con los amigos, faltar algún que otro domingo a misa, casarse con un divorciado, sea motivo para la no renovación de las profesoras afectadas en sus puestos escolares.

La profesora de Monda (Málaga), concejala de IU, reconocía en unas declaraciones que no sólo estaba capacitada para impartir clases de religión, sino que una de sus grandes preocupaciones era que los niños no cayeran en la droga, abundante en su pueblo. Que le pregunten a padres con hijos drogadictos si prefieren que en la escuela le enseñen los Mandamientos a educarles para que no destrocen su vida con el canuto o, peor, a lomos del maldito caballo.

Y un ciudadano normal, con lo que está cayendo por el parqué de Gescartera, se pregunta si los obispos, los que están metidos en el ajo, no deberían también ser cesados o al menos entonar un mea culpa profundo, reconociendo que si es malo ir de copas o faltar un domingo a misa, no lo es menos administrar los dineros que aportamos los cristianos de una forma tan poco cristiana, salvo que se quiera hacer realidad la parábola de los talentos que se cuenta en los evangelios.

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