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Columna
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Gobernar

Una de las últimas veces en que coincidí con Pere Bessó y Ricard Bellveser al comprobar que yo mantenía, aunque menos estridentes, los defectos de cuando desde el Barri del Carme creíamos que conquistar el mundo era pan comido, dijeron con el cariño de siempre que me profesan que me ocurre como a su añorado Juan Gil-Albert, que se hablase de lo que se hablase rápidamente derivaba a hablar de sí mismo. Les contesté que a cierta edad eso se vuelve inevitable, por lo menos por dos razones, porque la propia biografía es una in(evitable) fuente de conocimiento, y porque la vanidad, mientras no lleve directamente al pecado mortal es tolerable; si, además, los amigos insisten en celebrar tus historias, secretos, frases señaladas y hechos gloriosos cada vez que te reúnes con ellos, cualquier exceso personalista está perfectamente legitimado.

Por eso, a pesar de que tengo motivos sobrados para saber cosas sensatas sobre el arte de gobernar -dije motivos y debo rectificar, pues es obligación, por lo menos para un profesor de Ciencia Política-, y creía que los libros y los clásicos me habían prestado bagaje suficiente para dar cuenta de la materia, en los dos años que llevo gobernando en un pequeño pueblo del interior montañés del norte de este pequeño país valenciano he tenido la ocasión de comprobar que quizás los libros no lo enseñan todo y que cuantos aspiren a gobernar ámbitos de más entidad deberían cursar una carrera política cuyo primer destino fuera, por ejemplo, una concejalía de oposición en un pequeño pueblo, a poder ser diferente del lugar de origen del educando.

Quien no ha pasado por un consistorio municipal, digo ahora, quien no se ha curtido en la política del cuerpo a cuerpo, es un decir, difícilmente adquiere el temple suficiente para gobernar en los ámbitos donde la abstracción y la distancia son superiores. Sería muy interesante estudiar en qué medida la política municipal ha sido vivero de políticos que hayan llegado a las Cortes Valencianas o españolas, al Gobierno de la Comunidad Valenciana o de España. Me temo que a pesar de que es de pura lógica que la política local sea un trampolín para ir más allá, haya quemado muchas vocaciones, por su dureza, y puede que una buena parte de quienes se forjaron allí políticamente en condiciones muy precarias (en la mayoría de los casi 250 municipios valencianos con censo menor de 1.000 votantes hay que gobernar a los vecinos 'uno a uno', según expresión de mi hermano Francesc, que no es político) hayan abandonado después de experiencias donde el personalismo, la incomprensión y la falta de medios son la prueba de fuego insuperable para vocaciones políticas sin expectativas de remuneración económica.

Aunque lo mío es diferente, un poco casual y nada convencional (quise simplemente ayudar a una comunidad en la que soy sólo adoptado), y espero que cuando esto termine dentro de dos años, seis, diez... tendré la ocasión de explicarlo en un libro que no podrá ser sino un homenaje a quienes se embarcan en la política municipal en pequeños pueblos (más de 400 deben ser considerados así en la Comunidad) el día a día me muestra, más allá de la teoría, que gobernar es muy duro, que el poder no es gratificante y que todos cuantos tuvieron la osadía de ocuparse de la política en estas pequeñas taifas estamos abocados a resistir y aguantar, y a esperar que diputaciones, Generalitat y Estado se apiaden de nosotros para nosotros podernos apiadar de nuestros vecinos.

Vicent.Franch@eresmas.net

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