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Columna
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Sonatas del norte

Hay varias formas de pasar el tórrido meridiano veraniego. Ignoro si se han formulado estadísticas sobre quiénes se quedan, los que viajan, en qué fracciones temporales, hacia dónde van y qué es lo que buscan. Parece la mayoría decantarse por el Levante, el sur y los archipiélagos. Es el encuentro con el calor, más calor, que echó de menos durante el invierno. El madrileño, tan de tierra adentro, quiere asegurarse la ración de arena con el ansia sentida por los hiperbóreos que se precipitan para tostarse en la barbacoa de nuestros litorales. El éxodo hacia el este y el sur garantiza lo que se considera buen tiempo, aunque rebase la cota de los 40 grados. La posibilidad de tumbarse en la playa y buscar el relente nocturno en una terraza asegura, de paso, el cansancio de la prole, agotada la vitalidad en los espacios abiertos.

He podido constatar, sin embargo, que muchos paisanos jóvenes toman el rumbo hacia arriba, Galicia, Asturias, Santander, acarreando a sus crías, con el propósito de llenarse las pupilas del verde claro de los prados, el ocre reciente tras la recogida de la patata, el sombrío verdoso de los bosques. Y de pisar, con encomiable reverencia, el atrio y las iglesias y capillas románicas y góticas y el sereno reflejo de la luz en los lagos apresados en las alturas montañosas. Y gustar de la sencilla, jugosa y barata cocina de estas latitudes, restaurantes, chigres, casas de comidas y tabernas que ven al forastero como el amigo llegado que recuerda los irrepetibles sabores de una fabada, un bonito fresco, unas sardinas sabrosas, un 'arroz con pita', competidor de la paella con pollo. Ello acompañado de cualquier vino del Duero, riojano, gallego, y con la sidra, bien escanciada y entregada en la mano. (Es una descortesía no recibirla del escanciador y dejarla en la mesa). Cada año aumenta el tirón septentrional que traspasa las leales provincias limítrofes y que aumenta con Madrid y territorios más bajos. Hasta ahora pueden distinguirse por las matrículas de los coches, aunque van siendo sustituidas por los acobardados guarismos instalados gracias, dicen, a la insolencia de una cuadrilla de ladrones de automóviles, extorsionadores y asesinos.

He pasado, una vez más, unos días de vacacionales en el reciente invento de las 'aldeas rurales', ésta en las Asturias, rumbosamente dirigida por sus jóvenes propietarios, Belén y Rafael. El mirador da al Norte y ve pasar, cada día, la pincelada solar, de izquierda a derecha, azuleando el mar, sorbiéndole las nubes en las jornadas cubiertas y encendiendo de claridad el pequeño pueblo, limpio, 'curioso', como dicen allí, sin que en grandes extensiones se perciba la miseria, el chabolismo, la pobreza. Un artificial arrecife traza una línea de espuma cuando el viento riza la mar. Detrás, los montes de altos pinos y eucaliptus en la costa, fronteros de los robledales, castaños y hayedos del interior. Menudean los turistas de la capital del Reino, de modesta condición, felices, ganados por el asombro, bien distintos a la fauna que envejece en las riberas sureñas, que parecen funcionarios forzosos, trasladados por orden de la superioridad. Por esas otras zonas no hay corresponsales que procuran ridiculizar, de oficio, a las hordas cortesanas que van a las fiestas como a la oficina cotidiana. Por acá, el empleado, el trabajador cualificado, la pareja joven y reciente que considera el veraneo como una aventura, el baño entre las olas frías como una experiencia reconstituyente, el senderismo un gozo y las excursiones por la cornisa marina como algo para incorporar a la memoria. Pienso que la cortesía y la hospitalidad son mayores en el norte porque quienes reciben a los visitantes son de allí y el anfitrión siempre es condescendiente y munífico con el forastero. Algo distinto de la gélida acogida en la cadena de hoteles, los restaurantes de temporada, las ruidosas discotecas internacionales (un bar de copas nocturno, en este pueblecito que es el mío, se llama, con sorna local, La última copa. Está junto al cementerio y nadie lo toma como irreverencia). En los días buenos, que son muchos, se come o se bebe a la sombra de una parra o de la vieja higuera y es una gloria contemplar el prado que acaba de abrillantar el fino orballo. También aquí podría haberse inventado lo que Álvaro Cunqueiro atribuyó a san Ulises: el deseo de retornar, el irresistible gesto, cuando se acabó lo que se daba, de volver la cabeza. Dejo lo mejor para el final: por esos lares no hay famosos condescendientes con el papel cuché, ni esforzados y ojerosos paparazzi que han de inventarse cada año lo que no tienen tiempo de olvidar.

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