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¡Que viene Pancho Villa!

De mi periodo de instrucción en el servicio militar, tres largos meses antes de jurar bandera en jornada de difícil olvido por su alto significado, me vienen siempre a la cabeza, entre otras experiencias, dos cosas de cariñosa curiosidad. En primer lugar, la costumbre que tenían los jefes de no muy alta graduación de llamar siempre a los soldados por el nombre de la ciudad de donde procedían. Así, uno era Málaga, Ceuta, Lérida o Cáceres. Supongo que les era más fácil que el nombre y los apellidos. Y, en segundo lugar, cuando la formación era incorrecta, desaliñada y de cada uno por su lado, gritar con fuerza: ¡esto no es el Ejército de Pancho Villa! Era el Ejército español. Aunque nunca he estudiado a fondo la naturaleza del Ejército de Pancho Villa, resultaba obvio que no era precisamente un modelo a imitar, sino todo lo contrario. Volveré a ello más adelante.

Tendré que empezar confesando algo que muchos españolitos, incluso desempeñando altos cargos, pensamos hace algún tiempo, sin que por cierto la discrepancia en poco pasará del comentario. No es extraño. En este país se puede cambiar en su totalidad una política económica o educativa, afectando a gran parte de la ciudadanía, y casi pasar desapercibida; mientras que el crimen de Cuenca, la subida del autobús o el periplo del Lute movilizan a todo el conjunto social, incluido los medios de difusión social, naturalmente. Pues al grano. La confesión se convierte en discrepancia por la precipitada y acaso un tanto electoralista supresión de la obligatoriedad para todos los ciudadanos del servicio militar. La obligación de la mili, en términos coloquiales.

Ocurre con esto como con muchas otras cosas. En vez de corregir y salvar lo que de bueno hay, cambiazo prematuro y nada pensado. Sin poderlo evitar, y salvando las distancias, me viene a la cabeza aquella confesión íntima de Unamuno (por lo demás, nada menos que Ciudadano de Honor de la República): cada vez que oía que se iba a 'republicanizar' algo, lo que temía no era un error mayor o menor, sino una gran necesidad. No es igual con la democracia en todos los casos, pero a veces sí. Ahí está el cambio de los gobernadores civiles (no nacidos ayer precisamente) por los subdelegados del Gobierno que acabamos de contemplar.

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Que había que cambiar muchas cosas en la mili resulta evidente. Entre ellas, su larga duración y quizá su falta de especialización. Ambas cosas, en el ámbito sensato de corregir, se propuso ya en el partido y Gobierno de Adolfo Suárez. Como sensata me parece la medida de reducir personal e incrementar material (algo tan mal hecho por el precedente azañista) que llevó a cabo el gobierno del PSOE. Pero de ahí a la supresión, al borrón y cuenta nueva, media un largo y peligroso trecho.

Cuando las cosas están recogidas constitucionalmente, resulta muy arriesgado hacer probatinas con ellas. Nada menos que en nuestra primera Constitución de 1812 se proclama ya esta obligación en el artículo 9: Todo español 'está asimismo obligado a defender la patria con las armas cuando sea llamado por ley'. Muy significativamente, esta gran Constitución ha dejado sentado, previamente, un deber como fundamental: 'El amor de la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles' (artículo 6), y de igual forma aclarará más adelante que 'ningún español podrá excusarse del servicio militar, cuando y en la forma que fuere llamado por la ley' (artículo 361). Así nacía la forma específica de prestar el servicio militar. Como una conquista liberal, progresista, frente al mundo de privilegios que los estamentos tenían en este punto durante el Antiguo Régimen. Era una consecuencia del criterio de igualación entre ciudadanos. Y tan es así que en casi todas nuestras Constituciones esta obligación aparece unida a otra de similar sentido: la de contribuir a la hacienda pública, la de pagar impuestos. Y cuanto más progesista ha sido el texto, más énfasis se pone en ambas obligaciones, tal como ocurre en la clara unión de las mismas que encontramos nada menos que en el Proyecto de Constitución Federal de la Primera República, en su artículo 30: 'Todo español está obligado a defender la Patria con las armas, cuando sea llamado por la ley, y a contribuir a los gastos del Estado en proporción de sus haberes'. ¡Y esto en un Estado Federal! El fin de este breve recorrido constitucional es el recuerdo del artículo 30 de nuestra actual Constitución, algo obesa en derechos y algo flaca en deberes: 'Los españoles tienen el derecho y el deber de defender a España', dando estrada posterior a la objeción de conciencia y a la prestación social sustitutoria. Y son los ciudadanos quienes al parecer integran las Fuerzas Armadas, llamadas expresamente por el artículo 8 a cumplir con la misión de 'garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional'.

La desaparición de un servicio militar obligatorio es algo que necesita tiempo y estudios. Francia, por ejemplo, tardó bastantes años en el menester. Es, además, un clarísimo tema de Estado. La defensa nacional no es asunto baladí que pueda quedar al albur de un ministro ni de un gobierno concreto y pasajero. Un tema de largo alcance, que afecta a varias generaciones, y que, por ello, requiere de la codecisión. Consulta a los afectados, informes de expertos, opiniones de las altas instancias implicadas en el proceso, etcétera. Por eso, hace bien el líder del PSOE reclamando un gran pacto al respecto. Y, lógicamente, hace mal el ministro del ramo o el Gobierno del PP cayendo en la improvisación.

Al principio nadie piensa en lo que este cambio va a costar a la economía nacional. Luego fracasan las previsiones de voluntarios y hasta aparecen las huidas de éstos al poco tiempo. Tras ello se dice que hay que recurrir a los inmigrantes. Por último y por ahora, se aprueban nuevas cifras multimillonarias para fomentar el aliciente. Al parecer, todo ello sin resultados efectivos y duraderos. Las soluciones económicas no sirven y, además, pronto han de crear malestar por las diferencias entre quienes son primados para entrar y aquellos otros (cabos, brigadas, sargentos, etcétera) que han entrado por vocación, pero que se verán discriminados en mayor o menor medida.

Pero, con ser importante lo económico, me lo parece mucho más lo valorativo. Esbozo mis dudas en algunas preguntas. ¿Qué es la Patria para los inmigrantes recién llegados y con legítimo cariño a su lugar de origen? ¿El parado que 'se apunta al Ejército' está dispuesto a defender hasta el final la integridad de España? Un marroquí apuntado, ¿a qué Rey deberá obediencia en caso de conflicto (por ejemplo, Ceuta y Melilla), si el suyo, su Rey de origen, es tanto jefe político como religioso? Las preguntas podrían multiplicarse.

Y, claro está, todo lo dicho de nada vale si no existe previamente ese techo de valores asumidos desde la niñez por todos los ciudadanos. Quizá un día no hagan falta ejércitos porque no haya ninguna guerra y porque todos hayamos sido educados en valores de paz. Seríamos muchos los alegrados con tal ventura y por ello y para ello hay que trabajar. Pero mientras perdure la concepción hobesiana del hombre como lobo para el hombre (en versión actual, naturalmente), cualquier tipo de Estado necesita poseer, de una forma u otra, en mayor o menor cuantía, aquello que justamente le define como tal: el monopolio de la fuerza. Si esto quiebra es que el Estado ha empezado su decadencia.

Y si todo vale, si cada uno cree en su patria particular, si el amor a España no existe, porque nadie lo ha enseñado, si la bandera es 'un trapo' más que nada representa y si apuntarse al Ejército significa lo mismo que hacer oposiciones a cualquier cosa para subsistir, entonces sí. Entonces es cuando aparece el Ejército de Pancho Villa. ¿Quién desea algo así para la España integrada y hasta comprometida en los deberes defensivos de la vieja y nueva Europa?

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político de la Universidad de Zaragoza.

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