EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos
Resumen. El almirante Sinegato comunica a Horacio que ha cumplido adecuadamente con su misión y en breve será enviado a la Tierra y jubilado anticipadamente con goce de pleno sueldo. Sin embargo, los planes de Horacio son otros: de madrugada, la señorita Cuerda, el primer y el segundo segundos de a bordo y el médico se reúnen en su habitación.
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Jueves 3 de julio, por la noche
Después de una noche de conciliábulos, los conjurados salimos sigilosamente de mi camarote poco antes de despuntar el alba y nos separamos, yendo cada uno a cumplir la misión que le ha sido asignada.
En mi condición de comandante todavía en activo, y en compañía de la señorita Cuerda, que conoce el camino, me dirijo al edificio que bajo apariencia de internado alberga la prisión de la Estación Espacial Aranguren, con capacidad para más de 1.500 reclusos, y donde en este momento se encuentra recluida la tripulación y el pasaje de la nave.
Al llegar a la puerta principal, la señorita Cuerda, que ha vuelto a revestirse de sus atributos de camarera de cafetería para disipar toda sospecha respecto de sus intenciones, manifiesta al vigilante su deseo de hablar con el oficial de guardia, con quien dice tener concertada cita previa. El vigilante me mira de reojo y la señorita Cuerda dice que soy su padre y que la acompaño para velar por su integridad física, dos afirmaciones que me mortifican, pero que me abstengo de contradecir.
Tras una breve espera, somos conducidos al despacho del citado oficial, el cual, aun no teniendo concertada cita previa con nadie, no ha rehusado recibir a una camarera tan pizpireta.
Una vez a solas con el oficial, me identifico y le expongo mi ruego. Un súbito cambio de planes me obliga a embarcar de nuevo al personal de la nave y proseguir viaje. Antes de que el oficial pueda expresar dudas acerca de esta declaración, extiendo sobre su mesa varios fajos de billetes de curso legal y le digo que los vaya contando mientras se efectúa el traslado solicitado. Como la suma de dinero es considerable, cursa las órdenes oportunas y se pone a contar el dinero y a guardarlo celosamente entre los pliegues de su uniforme.
Con cierta amargura veo desaparecer el dinero de las entradas que el pérfido Duque había escondido entre los tubos de la sentina y yo había encontrado y guardado sin decir nada, con la intención de complementar las mensualidades de mi jubilación anticipada, que ya nunca percibiré.
Una vez formada mi gente a la puerta de la prisión, los distribuyo en tres grupos. Acto seguido, la señorita Cuerda y las demás mujeres descarriadas se dirigen a la cafetería Bar Quincoces mientras yo conduzco a los ancianos improvidentes a los astilleros con toda la rapidez que permiten sus miembros artríticos. Los delincuentes y la tripulación, provistos de tirachinas y estacas confeccionados durante su breve estancia en los calabozos con trozos de piltra, se constituyen en guerrillas urbanas y cubren la marcha. Un grupo selecto, capitaneado por Garañón, va en busca del segundo segundo de a bordo, que espera la llegada de estos refuerzos.
Por fortuna, por las calles no hay nadie que presencie esta maniobra y pueda dar la voz de alarma.
Cuando mi grupo está cerca de los astilleros, se destaca de él una persona y me aborda. Es la duquesa, que, con el rostro cubierto por el abanico para ocultar su confusión, se niega a seguir, alegando que ni ella ni los suyos tienen cuentas pendientes con la justicia y que, tan pronto resplandezca su inocencia y obtenga la libertad, tiene pensado establecerse en la Estación Espacial Aranguren, cuyo ambiente encuentra tranquilo y limpio. Aquí montará un hotelito de estilo tirolés, donde se obsequiará a la clientela con madrigales a la hora del desayuno, la comida, la merienda y la cena.
Acepto sus razones, le autorizo a regresar al calabozo con los suyos, le deseo suerte y le ruego que no nos delate. Liberados de este atajo de cursis, proseguimos la lenta marcha.
Clarea cuando alcanzamos los astilleros. Acude la guardia al ver llegar nuestro desvencijado tropel. Para entonces los ancianos improvidentes han agotado sus fuerzas: unos se caen, otros dan rienda suelta a sus variadas incontinencias, todos gimen y refunfuñan. Esta situación, para la que no han sido adiestrados, desorienta y confunde a los guardias, lo que permite a los delincuentes caer sobre ellos, reducirlos sin dificultad, maniatarlos, amordazarlos y encerrarlos en un almacén de productos inflamables.
Cruzamos el portalón de acceso a los astilleros y, dejando un retén de vigilancia, localizamos la nave en uno de los talleres. Allí nos recibe el primer segundo de a bordo, que, al amparo de la oscuridad, consiguió introducirse en ella hace un rato y ha estado revisando la maquinaria.
Mientras los delincuentes ayudan a embarcar a los ancianos improvidentes sin demasiados miramientos, el primer segundo de a bordo me rinde su informe. La nave podría despegar con ciertas dificultades, pero las condiciones de navegabilidad son escasas, cinco puntos por encima de 'inestables' y uno por debajo de 'irrisorias'. Los depósitos de alimentos y agua están vacíos. Le digo que no se preocupe por esto y ordeno a la tripulación ocupar sus puestos y poner en marcha los motores de despegue a fin de desatracar tan pronto lleguen los demás. El primer segundo de a bordo dice que necesitará por lo menos una hora para calentar motores. Le meto prisa.
Transcurridos 10 minutos llegan las mujeres descarriadas cargada de cajas, fardos y botellas. La señorita Cuerda me informa de que han limpiado la cafetería Bar Quincoces, aunque los víveres y bebidas así obtenidos no dan para mucho. Le respondo que algo es algo y le ordeno ir colocándolo todo en su sitio, con especial cuidado de los productos perecederos y los congelados.
Mientras hablamos, una tremenda explosión sacude la estación espacial, y a lo lejos se eleva una columna de humo. Al cabo de muy poco entran corriendo en los astilleros el segundo segundo de a bordo con Garañón y su cuadrilla. Yo les había confiado la misión de averiar el ascensor que conduce al centro secreto de control que el almirante Sinegato tuvo a bien mostrarme la víspera, a fin de que no pudieran localizarnos ni atacarnos mientras durasen las obras de reparación, pero no le dije que volasen las instalaciones. Les reprendo y alegan que la culpa la ha tenido el ascensor, que dispone de un sistema de seguridad demasiado sensible. Al decir esto se les escapa la risa, pero no es momento para entrar en discusiones, porque el atentado sin duda ha puesto en pie de guerra a toda la estación espacial.
Confirmando estos temores viene a la carrera el doctor Agustinopoulos empujando una carretilla llena de productos farmacéuticos y diciendo que un regimiento de gendarmes y dos carros de combate se dirigen a los astilleros. Calcula que tardarán cuatro minutos en llegar. El primer segundo de a bordo dice que necesita 20 para despegar. Los que vigilaban la puerta abandonan la vigilancia y corren a refugiarse en la nave a los gritos de 'ya están aquí' y 'son muchos'.
En vista de la situación, me proveo de una bandera blanca y acudo al portalón de los astilleros a negociar una rendición sin condiciones.
Desde el portalón veo avanzar a los gendarmes en apretada formación, flanqueados de los carros de combate.
Cuando están a menos de 20 metros agito la bandera blanca. Un obús me arranca la bandera de la mano y estalla a mis espaldas, dejándome sordo, harapiento y amedrentado. No sé si es mejor salir corriendo o hacerse el muerto.
Mientras lo dudo aparece de improviso un grupo de personas y se coloca frente al portalón. Con sorpresa advierto que se trata de la duquesa y su coro de madrigales. La interrogo con la mirada y ella me indica con el abanico que regrese a la nave, que ella entretendrá a los atacantes. Acto seguido se dirige al coro y les da el la.
Sin preocuparme por averiguar lo que pueda resultar de esta insensata maniobra, corro a la nave, entro y ordeno cerrar la escotilla. Hecho esto, la nave experimenta varias sacudidas e inicia la operación de despegue.
Lunes 7 de julio
Las gachas de arroz y los bollitos de alfalfa, así como el agua pútrida con clorofila, la cerveza de harina de pescado y el café de cascarilla confiscados por la señorita Cuerda en la cafetería Bar Quincoces empiezan a escasear. Descontento general y conato de rebelión en el sector de los delincuentes y algunos casos de hemoptisis en el de los ancianos improvidentes. En vista de la situación, ordeno al primer segundo de a bordo poner rumbo a la estación espacial más próxima.
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