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Reportaje:Estampas y postales

Sacos de portland

Miquel Alberola

En el interior de muchos cerebros ningún material se identifica tanto con el progreso como el cemento. Nada lo representa con tanta veracidad. Ni la máquina de vapor, ni la bombilla, ni el water closed, que a Josep Pla se le antojaba que era lo que más había contribuido al bienestar de la humanidad. Ni mucho menos los intangibles como la proclamación de los Derechos Humanos, el protocolo de Kioto o la secuenciación del genoma. A mayor número de sacos de portland, más progreso. Éste, parece, es el secreto de la prosperidad.

El cemento está en el espíritu de los planes de ordenación urbana y en sus revisiones. Es la médula de las mociones de censura, el alimento de la política municipal y el sustento del Estado y sus administraciones subsidiarias. Hace el caldo tan gordo que da de comer a un destacamento de comisionistas. Aunque también es el lenguaje de los ingenieros y los arquitectos, y a menudo alcanza la textura del arte y la belleza. Y sobre todo, administrado con responsabilidad, ha hecho el mundo un poco mejor y más resistente. Su problema está en la dosis.

Como reflejo de esta evidencia, en el territorio valenciano prosperaron varias factorías de cementos artificiales en el siglo XX. Dos grandes empresas, Asland, en Sagunto y Benagéber, y Valenciana de Cementos, en Buñol y Sant Vicent del Raspeig, se repartieron la mayoría de la producción, mientras que otras sociedades menores, como Cementos Turia, de Burjassot, y Cementos Peyland, de Riba-roja, también encontraron su sitio en la fabricación de esta materia prima básica en la industria de la construcción.

Se trata de un conglomerado obtenido de la mezcla de arcillas y materias calcáreas, con una rápida velocidad de fraguado y una gran resistencia. Estas factorías se especializaron en el cemento tipo portland, obtenido a partir de un molido de arcilla y caliza, que luego era sometido a cocción para conseguir el clinker y aplicarle un nuevo molido al que se le añade yeso. La ubicación de las fábricas respondía casi siempre a criterios de proximidad a las canteras o a los nudos de distribución, y este azar proyectaba un hondo sentimiento social en la población de acogida.

En 1922 la compañía Valenciana de Cementos instaló su factoría en Buñol, junto a la carretera N-III, sobre lo que antes había sido una fábrica de cal hidráulica. La política de construcción de obras públicas impulsada por el Estado durante los años de la dictadura de Primo de Rivera fue un gran estímulo para el desarrollo de esta fábrica, incluso propició la creación de la factoría de Sant Vicent del Raspeig. Buñol había desplegado una importante industria desde finales del siglo en la fabricación de papel, molinos harineros y batanes, aprovechando los saltos del río Juanes, pero fue esta cementera cebada durante una dictadura la que favoreció un movimiento obrero ejemplar.

Mientras la derecha llenaba la costa con una barrera de tartas de cemento, Buñol dejaba de ser La pequeña Suiza, que fue en el siglo XIX por sus excursiones entre fuentes y montes, para convertirse en La pequeña Rusia. Por debajo del afilado navajeo financiero entre los Serratosa, Garnica y Mario Conde, el cemento también ha fraguado una identidad política singular en Buñol, donde, varios años después de la debacle de las izquierdas, la derecha a duras penas alcanza tres de los 13 concejales. Es como si la izquierda hubiese mimetizado allí las propiedades de este molido de arcilla y caliza.

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Factoría de Valenciana de Cementos en Buñol, junto a la N-III.
Factoría de Valenciana de Cementos en Buñol, junto a la N-III.JESÚS CÍSCAR

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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