Un exceso de autoría
Desde el casi pleno equilibrio entre escritura y realización que alcanzó en su primer filme, Vacas, y la magnífica aproximación a ese delicado equilibrio en la compleja Los amantes del Círculo Polar -dos bellos filmes, que son con mucho sus mejores trabajos-, Julio Medem retrocede en ésta su nueva película, Lucía y el sexo, a los desajustes entre guión y dirección que llenaron de altibajos y achicaron el alcance de sus otras dos películas, La ardilla roja y Tierra. En éstas, pese a los destellos de refinamiento en la composición secuencial y la música visual, el acuerdo entre el fabulador y el filmador perdió firmeza, lo que redujo el alcance de ambos filmes, que quedaron atrapados en la red de torpezas de dos relatos mal hechos, mal resueltos, llenos de altibajos y con resoluciones dramáticas pobres y a veces amañadas, de esas que tropiezan por dentro consigo mismas y arrugan la nobleza de la ficción a treta de fingimiento.
LUCÍA Y EL SEXO
Director y guionista: Julio Medem. Intérpretes: Paz Vega, Tristán Ulloa, Najwa Nimri, Elena Anaya. Género: Drama. España, 2001. Duración: 120 minutos
Lo mismo cabe achacar también, aunque sin tanta crudeza, con un mejor balance global, a Lucía y el sexo, filme misterioso, alquímico, enrevesado, ambicioso y con brotes de una rara originalidad plástica, pero en el que un, más complicado que complejo, entramado de sucesos -tren-zado con elegantes y delicadas pinceladas que de pronto se ensucian con la intromisión de algunos toscos brochazos- sobre amor y muerte, sexo e incomunicación, soledad y creación, mete en el mismo saco a personajes vivos y veraces, bien construidos y de los que dan libertad al intérprete -como los que bordan con un derroche de sagacidad, intensidad emocional e ingenio y capacidad de contagio fotogénico Najwa Nimri y Elena Anaya- y a personajes tan endebles como la madre de Anaya y su amante, o sombra, o lo que sea, pareja cuyo cometido es confuso y retórico, un pegote sobrante; y sobre todo el que Paz Vega se esfuerza en la misión imposible de darle una verdad de la que carece de raíz, vacío que contagia a quien le da la réplica, Tristán Ulloa. El encuentro y la pugna entre ambos ocupa la zona vertebral de una trama argumental a la que no les es posible, pese a sus ganas y calidades fotogénicas, dar consistencia.
Otra vez, y no es la primera, el guionista Medem está muy por debajo del filmador Medem. Éste hace en Lucía y el sexo algunos prodigios, pero los sostiene sobre la arena movediza de un dispositivo dramático en el que junto a excelencias hay deficiencias y, al lado de plenitudes, se perciben carencias. La quiebra de su estrategia fabuladora se pone de manifiesto en la endeblez del vuelco argumental sobre el que gira por entero el filme y que es una grieta de incoherencia en el cimiento mismo del suceso narrado. Hablo de la decisión que lleva a Paz Vega a huir de su casa y, en una disparatada decisión, dar por muerto a su amante. ¿Por qué, a cuento de qué, aparte de porque esa huida y la deducción que conduce a ella le hacen falta al tinglado urdido por Medem y él las fuerza y conduce, amañando así el dispositivo mental decisorio de su criatura? No se sostiene el desencadenamiento de ese giro argumental, pero sin él no hay película, y la ecuación de la lógica del filme se hace así malamente diáfana.
Y las maravillas que ilumina la mágica luz del filme -escena bajo la luna entre Nimri y Ulloa, escena del parque entre éste y Anaya, primer encuentro de Ulloa y Vega, baño de barro de ésta con el buceador misterioso, el conmovodedor reencuentro de Nimri y Ulloa, y otros destellos de puro diamante cinematografico- se nos nieblan y apagan un poco, heridas por la imprecisión, derivada de un exceso de autoría -¿por qué Medem no dejó el remate del guión en otras manos más hábiles?- que hubiera tenido fácil remedio.
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