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SOBREMESAS
Columna
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Los productos silvestres

Recoger productos silvestres es realizar un ejercicio físico e intelectual que no está al alcance de cualquiera. La naturaleza nos asalta en las laderas de los caminos o el centro de los bosques, pero no la reconocemos y hacemos caso omiso de sus señales. Sólo algunos predestinados son capaces de enfrentarse a la misma con posibilidades de éxito y atrapar de su seno los frutos que servirán para deslumbrar a los gastrónomos. El ojo urbanita no está destinado a la captura de setas o espárragos; estos desaparecen de su vista como por ensalmo, al momento de haberlos vislumbrado ya ocultan sus formas y colores, que sólo exhiben cuando alguien hecho a la tierra los contempla. Éste es el caso de Eladio Segura, que ha pasado su vida en Portell de Morella, en los límites de la Comunidad, allí donde se hace más agreste, se llena de rocas, pinos y encinas y se despoja del verde de los naranjos.

A lo largo de esa vida se ha preocupado por comprender la tierra que lo rodea y, a cambio, ésta le ha permitido que capture sus productos naturales, horadar el suelo donde se esconde el diamante negro y rastrear la pinocha para que las setas no terminen en pasto de ganados. Eladio, al principio, buscaba como aficionado; los precios de los productos campestres así lo permitían, pero desde hace unos años hay que eliminar los caprichos y rentabilizar las aficiones. Al fin, como sucede en todas las economías agrícolas, los productos más selectos van a dar al mercado, quedando los recolectores huérfanos de los sabores a los que con tanta dedicación se han consagrado.

En especial, los de las trufas; las cantidades que se pagan por ellas son exorbitantes, sobre todo si se las compara con la economía de los habitantes de los terrenos que las acogen, y su venta al exterior es obligatoria. Por los pueblos del Maestrazgo, el intermediario pasa a recoger el botín que han producido los campos esa semana, y a la siguiente paga según la cotización del mercado de Morella, que de forma tradicional es el centro de contratación. Su destino final: los restaurantes valencianos y catalanes, o incluso la exportación en años en que los precios las hace atractivas para los franceses en comparación con las suyas del Périgord.

En los meses que se pueden buscar trufas se encuentran por estos parajes las negras, las melanosporum, que a diferencia de las amarillas o de otras variedades inferiores se crían plenas de sabor y sobre todo de olor, por lo que son reconocidas por perros adiestrados, que al igual que los cerdos tienen un especial olfato para ello. Para encontrarlas, se debe seguir al perro por los espacios despoblados de hierba, cercanos a las encinas, que hayan sido bendecidos por las lluvias de agosto, y en los que se hayan dado otras circunstancias, casi todas desconocidas, pero que como en el caso de las meigas gallegas, haberlas, las hay. El éxito cuando el terreno es propicio y las variables mágicas han tenido lugar, -¡nada menos!-, está asegurado, y con el mismo la rentabilidad del paseo, que fortalece las economías familiares. Pero todo trabajo tiene sus complicaciones; desde el momento que se observó la rentabilidad de la operación búsqueda, los ayuntamientos exigieron un canon anual para extraerlas de los terrenos comunales, -hasta nueve millones de pesetas se pagaron estos años en el pueblo de Eladio-, con independencia de la cantidad que se consiga, y por si fuera esto poco, está el tema de los jabalíes, que traen de cabeza a los truferos con la afición que le tienen al producto. Cuando las trufas maduran, su olor se eleva a través de la tierra que las acoge, y sorteando los veinte o más centímetros que las cubren, se prodiga en el aire, ante lo que sin guardar vedas, ni distinguir entre noche y día, los salvajes gorrinos se las comen. ¡Esto si es un jabalí trufado! En vida.

También las setas son cada vez más populares entre los comensales que, aburridos del champiñón cultivado, aceptan las innovaciones que sirven en los restaurantes o venden las tiendas especializadas. El temor a una posible intoxicación ha desaparecido por la cantidad de controles sanitarios que jalonan la distribución de las mismas, y quedan para otras épocas los casos de envenenamiento por su causa. La amanita muscaria que se dice mató al emperador Claudio, no salió de un puesto del mercado, sino que se la cocinó con primor su devota esposa Agripina.

Y en cuanto a las trufas, qué podemos decir, nunca han sido venenosas. Contra su único defecto, el precio, roguemos que nos suceda como a Lartius Licinius, que en Cartago Nova se rompió un diente por masticar sin el debido cuidado una de gran tamaño, y que llevaba alojado en su interior un denario de oro.

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