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Columna
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Lugares

Los aeropuertos no están en ninguna parte. El universo comienza detrás de las puertas correderas, una vez que se han tomado las maletas de las cintas de equipaje y un taxista nos ofrece sus servicios con una brusca cortesía. Incluso el exterior del aeropuerto es impreciso, fantasmal, dudoso: el aparcamiento, las chapas de las paradas de autobuses, los complicados edificios de cristal y ladrillo cuyas funciones sólo pueden aventurarse parecen pertenecer a otro paisaje. Los aeropuertos no tienen personalidad; como el gato de Schopenhauer o los ángeles, todos son uno, su aparente multiplicidad oculta un solo individuo. No existe mayor metáfora de la globalización que ésa: el mundo es una red de restaurantes rápidos, tiendas libres de impuestos, quioscos de revistas donde pueden adquirirse caramelos para el mal aliento y postales. Cualquier aeropuerto es idéntico a cualquier otro y eso fomenta la sensación de que se hallan fuera del espacio, de que ocupan una especie de limbo infinitamente próximo y lejano de cualquier destino. Saltamos de Málaga a Barcelona, de Barcelona a París, de París a El Cairo, y a pesar de los transbordos sentimos que no nos hemos movido del mismo asiento; nos reciben los mismos anuncios de compañías aéreas, la misma luz indirecta, los tablones con nombres de ciudades fosforescentes, la música ambiental en que algún despiadado ha despellejado a los Beatles. Uno cree que podrá guiarse por el idioma, que en Charles de Gaulle el francés se elevará sobre el resto de las voces, que en Fiumicino el italiano nos orientará hacia la zona de embarque. Nada más falso: hay una lengua de los aeropuertos, un dialecto resultante de combinar todos los diccionarios, una koiné que consiste en un enorme archipiélago de palabras imbricadas que no corresponde a ningún país ni a ninguna literatura, sino a ese espacio en blanco donde conviven los exiliados.

Paseo por el centro de Sevilla a la tibieza de la luna de agosto y ese idioma contradictorio me llena los oídos. Creo que camino por los alrededores de la catedral y que remonto la calle Mateos Gago: tardo un tiempo en darme cuenta de que nada de lo que me rodea se encuentra tampoco en ninguna parte, de que no he salido del aeropuerto. Los jóvenes nórdicos que beben zumos en los veladores son los mismos que hallé junto al Coliseo en Roma, los que cruzaban el Puente Carlos de Praga para dirigirse a Malá Strana. Se repiten las marcas de ropa deportiva en las mochilas, las leyendas de las camisetas, vuelven hasta el infinito las cámaras de vídeo sobre los ojos que prefieren ventajosamente filmar a mirar. Son los mismos los pantalones cortos, las cintas en el pelo, las sandalias, las perpetuas sandalias con el cuero cuarteado por el calor y el polvo. Miro a cada turista y me digo que ya lo conozco, que ya lo he oído hablar, quizá en París o en Florencia o en un restaurante típico de un gueto de Estambul. Los rostros se vuelven tan indistintos como las ropas que los identifican, como los aviones en que volaron para llegar hasta aquí. Asciendo hasta el final de Mateos Gago, doblo una esquina; espero chocar sin sorpresa con la Torre Eiffel o el Taj Mahal, porque también ellos residen en esa ciudad de cartón piedra que es la patria de todos los turistas: esa ciudad multicolor donde se fabrican las postales.

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