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Reportaje:VIAJES

NUEVOS AIRES EN BUCAREST

Fundada en 1459 por Vlad, el literario 'Conde Drácula', la capital rumana ofrece hoy al visitante sus bulevares que se miran en París, grandes edificios que recuerdan el esplendor modernista y megalómanas arquitecturas herederas de Ceausescu

Sobrevuelo la claridad del Danubio a finales de mayo. Rumania, desde un avión, no parece diferente de otro país centroeuropeo. Las tribus tracias, los getodacios fueron, como todos los pueblos, díscolos a la dominación. Después de cruentas luchas, los romanos bautizaron la tierra ahora rumana con el nombre de Moesia, y Trajano se hizo con el control de la región. Con el emperador Aureliano, declina la dominación romana. Pero la impronta de su civilización ha permanecido en el mismo nombre del país, en su lengua extraña y familiar a la vez.

En el aeropuerto de Otopeni empieza a atardecer. Bucarest se encuentra situada en la planicie valaca, a orillas del río Dambovita, entre el Danubio, al sur, y la cordillera de los Cárpatos, al norte. Pasadas esas misteriosas montañas, está la región de Transilvania. Piensa una no en el folclor popularizado por Bram Stoker,en la figura del Conde Drácula, sino en Vlad El Empalador, caballero del Dragón (Dracul, dragón en rumano), fundador de Bucarest en 1459, futura capital de la corte real. No fue Vlad menos cruel con sus enemigos que cualquiera de sus contemporáneos. En realidad fue una especie de héroe nacional, luchador contra los turcos, defensor de su voievodat (principado) en una Europa convulsa.

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Recorro una de las grandes avenidas bucarestinas, la Aviatorilor, flanqueada por dos extensos parques, Herastrau y Floreasca, interrumpidos por la quietud de sus hermosos lagos. Sorprende la planicie sobre la que se despliega la ciudad, su abundancia de jardines, la amplitud de sus paseos, casi parisinos, los lagos que circundan el centro de la urbe. Bucarest tiene 2.300.000 habitantes pero se derrama en su llanura desahogada, exterior, salpicada de parques, poblada de árboles pintados de blanco, no se sabe exactamente por qué. Desde la plaza Victoriei, bajando por la avenida Catarguiu, se accede al barrio de las Embajadas. Es una extensa zona de palacios, de mansiones decadentes bordadas de rumores, de casonas que invocan el esplendor de otras épocas. Vetustos mausoleos vivientes de la gloria dorada de la Belle Époque nos hablan, desde el ensimismamiento de los seres que se asoman a sus balcones, de un cambio de siglo donde Bucarest participaba de la corriente cultural y social europea. El Ateneo Rumano, la Galería Nacional de Arte, el Palatu Regal, alrededor de la plaza de Enescu, de Eminescu, de la Revolucion: poesía y política, piedra y cemento.

Me he despertado temprano, soy una viajera que ha llegado hoy a la superficie de la ciudad. Callejeo por Bucarest y pienso en una España aislada que no conocí, poblada de escasez y de miedo. El fluir de la gente modestamente vestida, mujeres jóvenes con pañoletas en la cabeza, ancianos cansados de la historia y de la pobreza, hombres delgados que cruzan con prisa. Me asomo a las pequeñas iglesias ortodoxas, bellísimas, oscuramente perfumadas de cera e incienso, abarrotadas de gente que se reúne para orar con el mas allá y con sus prójimos, de rodillas, agazapándose de un presente incierto pero lleno de esperanza. Muchas mujeres, ancianas y muy jóvenes, algunos hombres. La iglesia también es un lugar de encuentro. Hablan en voz baja, me miran, y siguen con sus ceremonias: un bautizo en Biserica Mihai Voda, una misa con hermosos cánticos ortodoxos en Biserica Stravropoleos. Sigo la ruta espiritual de Bucarest hasta el complejo Patriarcal rumano, sobre un pequeño promontorio. Edificios espectaculares que sobreviven cercanos a la ciudad soñada por Ceausescu, que derribó barrios enteros para construir el Centro Cívico y el Palacio Parlamentario, una suerte de Versalles para todos los burócratas del poder.

El cambio cotidiano

Como si de una nueva epifanía se tratara, la historia reciente de Rumania nace el día de Navidad de 1989, con el juicio sumario y la ejecución del matrimonio Ceausescu. La ciudad se esfuerza en su cambio cotidiano, los museos hablan de su identidad. En el parque Herastrau se conservan más de 300 piezas auténticas de arquitectura popular que forman el Museo del Pueblo Rumano. No muy lejos, el Museo del Campesino (Muzeul Taranuhui Roman) es una curiosa justificación de la vida rural así como de la fisonomía de sus habitantes, todo un canto al primitivismo. Hay que destacar un pequeño aunque inquietante museo dentro del Museo, denominado de la 'iconografía comunista', en un sótano cercano a los lavabos, donde el tiempo parece haberse detenido en los cincuenta. Las paredes, empapeladas de recortes de periódicos de diversas épocas, exaltan la grisalla del éxito: tractores, cosechas, productividad. Le acompañan cuadros toscos maltratados por la historia, bustos de los próceres comunistas que, como exvotos laicos, rodean esta bajada a las catacumbas recientes del convulso siglo XX; pero el destino final de nuestro recorrido es una desvencijada toilette repintada en alegres colores que poco disimulan los desconchones del tiempo. Una puerta de madera cercana indica una cabina de teléfonos, pero su interior es un armario de escobas del museo.

Otros edificios palaciegos nos muestran la grandeza de la ciudad: el amor a la música, a los libros, su refinamiento artístico, el gusto exquisito y mestizo por la decoración. Lo foráneo y lo singular conviven en armonía: la Biblioteca de la Universidad, el Banco de Ahorros, el Círculo Nacional Militar, el Museo Nacional Cotroceni o el de la Música Rumana son algunos de las muchísimas construcciones que sorprenden al viajero. A 14 kilómetros al noroeste de la ciudad, se encuentra el Palacio de Mogosoaia, mandado construir por el voivoda Constantin Brincoveanu, a comienzos del XVIII, a orillas de un pequeño lago, en un extenso parque que es una delicia visitar. En el centro de Bucarest no hay que perderse la antigua posada, tallada en madera, de Hanul lui Manuc, o el restaurante Carul cu Bere, cerca de los restos de la vieja Corte Principesca, calles estrechas donde es grato pasear.

Bucarest es una urbe de un quietismo estético que se sumerge en una actualidad desconcertante, que no quiere perder el ritmo. Ciudad vacilante, se mira sobre sí misma, con una pesadumbre taciturna de campesina que conoció una vida cosmopolita, deslumbrante y efímera. Aun permanece en ella una arquitectura que mira a Francia, es decir, al esplendor modernista del corazón de Europa. Bucarest es una ciudad que ha pasado extranjera de sí misma, que no ha visto lo que era, que todavía no sabe lo que es, que no ha sospechado lo que puede ser, una vez que aprenda a conocerse a sí misma. Guarda en el desván de sus hermosas y decrépitas mansiones la memoria de una vida partida. Bucarest ya va pareciendo una dama grandiosa y desaliñada que está despertando de su sueño invernal de sumisión resignada. La historia más reciente se abre como una Nochebuena laica, que su geografía urbana, hermosa como una derrota, debe contagiar a sus habitantes.

Beatriz Hernanz (Pontevedra, 1963) es autora del libro de poemas La epopeya del laberinto (Calima, 2001).

Una vista de Bucarest, una ciudad que se mueve entre la megalomanía y cierta ambición parisiense.
Una vista de Bucarest, una ciudad que se mueve entre la megalomanía y cierta ambición parisiense.ANTONIO GABRIEL

Al sur de los Cárpatos

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