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VISTO / OÍDO
Columna
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Los grandes despidos

Opel, Bayer, Fujitsu, hablan estos días de suprimir decenas de miles de puestos de trabajo. No se anuncian como una gran catástrofe, sino como algo normal: las empresas tienen que sobrevivir por encima de todo. Es decir, si no despiden a estos trabajadores de todas clases, tendrán, poco después, que despedir a todos los demás. No hay ningún motivo para creer que estas alegaciones sean verdad, porque no hay nada que sea verdad en las páginas de economía y trabajo de cualquier periódico del mundo, aunque algunas sean menos creíbles que otras para el sector laboral (Financial Times, Wall Street Journal...); antes había periódicos que no eran creíbles para los sectores patronales, pero ya no quedan más que sus vagas sombras. Tampoco quiero decir con esto que las otras páginas de los periódicos puedan ser creíbles; pero no es por culpa de los periodistas, sino de un cambio general en el sentido de la información, al que algo me referí ayer. El engaño. Se suele decir que estamos sumergidos en información, que nunca el hombre de Occidente había recibido tanta cada día, y no creo que sea verdad: hay poca y muy repetida, con variaciones en torno al tema esencial, enlazadas todas ellas en un mismo sentido, mareantes. Creo que en las escuelas y facultades donde se intenta enseñar periodismo se debería enseñar ya a resistir la información, a reconocerla y analizarla antes de nada. Enseñar a los directores, los empresarios, los redactores jefes. Pero no estoy seguro de que los profesores y los programadores estén capacitados para resistir las tendencias, las trampas, los engaños. Las mentiras, digamos.

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Los grandes despidos que se anuncian son una parte de los que se están produciendo en el mundo, y forman parte de la globalización; o de unos cuantos sistemas que forman parte de la globalización, que, como de cuando en cuando me permito decir -me permiten decir; yo me lo permitiría todo-, no es más que una palabra que da aspecto, color, fonética y gracia a un sistema que se ha soltado el pelo -la cabellera de Medusa- desde aquel golpe de Moscú que ahora celebra.

(Mala salida aquella, por cierto. Hubiera sido mejor que el cambio de Rusia se hiciera como el de China, deslizándose de una economía a otra, de unos mitos a otros, y parece que aún sigue, con su sentido perezoso del tiempo histórico. Pero no la dejaron: había prisa en que se deshiciera el monstruo del cuento, el Gigante de los Pies de Barro).

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