Piscina
Siempre que entro en el mar me inundan temores ancestrales, como el de servir de aperitivo a algún selacio despistado, o ser asaltado impunemente por alguna pesadilla ofídica, o aunque sólo sea mordido por una humilde cutimanya. En cambio, en la piscina, el único desahogo onírico que segrego se me aparece en forma de la pantera de Cat people. Seguro que ustedes recuerdan la escena. Se trata de aquel viejo film de Jacques Tourneur estrenado aquí como La mujer pantera, una maravilla de serie B de cuando sangre y terror eran dos conceptos naturalmente incompatibles. Alice (Elizabeth Russell) ha ido a bañarse, sin darse cuenta de que Irena (Simone Simon) la seguía. Lo que está en juego en la película es si realmente Irena puede convertirse en una pantera, pero para que la ambigüedad se mantenga en ningún momento -sólo al final, y de aquella manera- vamos a ver a esa gatita usando sus auténticas garras. Así que Alice, que es la buena, la rubia y la rival de Irena, se mete en la piscina con un bañador muy sugerente y entonces pasan cosas muy raras: la luz del techo empieza a moverse -en uno de los juegos de luces más simples y más efectivos de la historia del cine- y todo el sótano donde está la piscina resuena con el rugido de una pantera. Pero no es el peligroso félido el que aparece, sino Irena, y todo se quedará en un susto.
Pues bien, es entrar yo mismo en una piscina cubierta y regurgitarme la memoria, de manera automática, esa escena de viejo terror. Lo curioso del caso es que este mecanismo pavloviano no me sugiere ninguna inquietud, sino que alumbra habitualmente alguna de mis mejores ideas literarias -que tampoco son tantas, en fin. De ahí pueden surgir armazones de estupendas novelas, argumentarios detallados para ensayos definitivos, algunos poemas legibles e incluso literatura de periódico. Todo al albur de esa pantera invisible rugiendo en fuera de campo.
El problema del mar es que, como metáfora, es demasiado inmensa. Para dar juego -literario- es mejor una pequeña balsa.
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