Los precios
Nada que decir sobre los precios. Con esta expresión, contemporizadora, se puede dar fin a una crónica gastronómica, pero la realidad es que siempre queda algo por decir sobre el valor de la contraprestación, tanto en lo referente a los restaurantes como a cualquier otra actividad económica.
Cuando parecen justos -los precios- es decir cuando aparentan corresponder con lo recibido, nada se dice sobre ellos; solo cuando existe a juicio del espectador -comensal en el tema que nos ocupa- discrepancia entre lo pagado y lo obtenido, se opina al respecto.
'El mercado pone a los restauradores donde merecen', sostiene Aurelio Prada, empresario y habitual comensal en los restaurantes de la Comunidad, un tanto por obligación del oficio o cargo, otro por devoción. Su opinión, basada en una larga experiencia ante las mesas y las cajas registradoras, pretende que la justicia se impone en el ámbito de la restauración, y que en la misma, quien ofrece calidad no debe temer las consecuencias de cobrar lo que merece.
Pero ¿con que componentes se forma un precio? Sin ánimo de hacer alardes de teoría económica, lo razonable es suponer que los precios están formados por la suma de los costes: primera materia, servicios de personal, amortizaciones, etcétera, más el presunto beneficio que deba obtenerse al ejercer la actividad. Pero esta teoría en la mayoría de los casos falla, al estar los precios determinados por circunstancias que nada tienen que ver con los componentes antes descritos, sino por otras entelequias como la fama, el momento, la ubicación, la moda, etcétera, factores todos ellos ajenos a la realidad económica pedestre, de la que se partía como criterio aceptable.
Los precios, pues, se forman a partir de la competencia, hay que ajustar la oferta culinaria a lo que el cliente está dispuesto a pagar, y, en función de esa única variable, combinar la carta. Los restaurantes, opina Prada, se dividirían en tres grandes grupos: aquellos en que la primera materia es sobresaliente, los que limitan su actuación a 'dar de comer', y aquellos otros que, en virtud de un cocinero capaz o de un público entregado, son capaces de cobrar -no una vez, sino en sucesivas ocasiones- un precio exagerado con respecto al producto que se sirve, pero acorde a las necesidades del comensal, ya sean éstas de orden gastronómico, alimentario o... de imagen.
Todas las opciones, no obstante, son viables, y solo el futuro podrá dilucidar si la opción elegida era la idónea. La cita de 'pan para hoy, hambre para mañana', se muestra con toda su carga de realismo, y la elección de ser un restaurante 'a la moda' o convertirse en un clásico, debe barajarla el patrón y obrar según su criterio. A simple vista, o con estadísticas, se puede asegurar que la primera materia de calidad, permite asegurar el futuro con mayor solidez -y menor rendimiento- que aquellas otras en que la novedad se impone a aquellas virtudes. Aunque en este mundo traidor -el de la restauración- los advenedizos forman legión, y la sola intención de configurar un local que logre beneficios rápidos y, presto al traspaso, les afirma en la idea contraria a la que se presupone, que sería la de conservar fama y clientela para los venideros, ya sean herederos o adquirentes.
El ritmo que impone la profesión, lo desclasante de los horarios y la actividad, hacen que, cual emigrante venido de los países nórdicos a mediados de los sesenta, el hostelero piense en su actividad como un devenir, urgente, y por eso mismo sólo creado para ser vendido al mejor postor en los efímeros momentos de gloria y cuando aún las inversiones en activos fijos y glamourosos se puedan enajenar al precio de conveniencia. Como colofón -añadimos- el concepto de gastronomía y el de fiesta asociado al mismo, permiten otra especulación. La comida como celebración, en nuestro territorio, pasa por componentes lúdicos alejados una legua del bien comer. El marisco, los espumosos y las chaquetas al aire, forman parte de cualquier reunión en el restaurante. No importa la calidad del producto ni el servicio, el precio debe ajustarse a la baja, ya que se entiende que lo divertido, mas que lo comido, es lo que importa, y lo divertido no lo aporta la casa sino los asistentes.
Por eso, aquí, cabría decir junto a Jean-François Revel, lo importante es que acontezca 'un festín en palabras', más que unas palabras acompañen un festín.
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