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Columna
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Lecturas de verano

Llegada la época veraniega, con la promesa de un tiempo propicio para el solaz y el entretenimiento, tendemos normalmente a imaginar un sin fin de actividades más o menos lúdicas que el trepidante ritmo al que nuestras vidas se ven sometidas durante el resto del año nos impide llevar a cabo. Cuando se aproximan las vacaciones estivales, proyectamos en nuestra mente el reencuentro con amistades que apenas hemos podido cultivar durante el año, el ejercicio físico que tantas veces nos hemos prometido hacer para eliminar grasas y sentirnos mejor, la visita de esos lugares tan próximos a nuestro lugar de vacaciones y cuyas imágenes hemos ido coleccionando domingo tras domingo con las separatas adjuntas al periódico, los experimentos culinarios con los que vamos a sorprender y deleitar a nuestros más próximos...

Especulamos con todo un abanico de empresas a acometer como si estuviéramos a punto de introducirnos en un tiempo infinito, capaz de dar cabida a todos nuestros sueños, a cuantas fantasías pudieran compensar el cúmulo de frustraciones y contratiempos a los que nos somete la cotidianidad de la vida. Verano tras verano, volvemos a concebir la esperanza de realizar en apenas un mes todo aquello que a nuestra existencia le ha sido negado durante el resto del año, casi siempre sin otro resultado que el de acumular nuevas frustraciones ante la evidencia de lo efímero de ese tiempo de descanso que creíamos inagotable.

Una de esas cosas que siempre proyectamos para las vacaciones es la lectura. Acostumbrados a leer casi furtivamente por las noches, una vez que hemos acabado nuestros quehaceres, fregado la cena, acostado a los niños y preparado lo necesario para el día siguiente, vemos en las vacaciones una posibilidad de venganza capaz de permitirnos disfrutar de los libros a cualquier hora del día. Ilusionados, introducimos en la maleta esos cuatro o cinco volúmenes de los que vamos a dar cuenta sentados en la playa o tumbados en una hamaca. Convencidos de ser dueños del tiempo por unos días, los libros nos esperan dispuestos a proporcionarnos esos anhelados momentos de sosiego y placidez.

Sin embargo, en no pocas ocasiones varios de los libros vuelven de nuevo en la maleta sin haber sido abiertos, o a lo sumo tras apenas haber sido ojeados. Esa visita imprevista, esos juegos reclamados por nuestros hijos, esas comidas un tanto copiosas que invitan a la siesta, esa excursión no programada... El caso es que, por unas u otras causas, ese tiempo imaginario en el que íbamos a poder leer todo aquello que el trabajo, la familia, el ordenador, las tareas domésticas, la televisión y el cansancio nos habían negado, resulta ser siempre un período mucho más breve de lo previsto, un lapso cuyo fin se anuncia bruscamente devolviéndonos a la cruda realidad y advirtiéndonos de que lo que no hayamos hecho ya no podremos hacerlo, de que hasta el año próximo no tendremos una nueva oportunidad. Y así, los libros no leídos pasarán a engrosar el pequeño montoncillo de la mesita de noche, esperando a ser leídos intermitentemente mientras arrancamos minutos al sueño.

Haciéndome estas reflexiones, leo en el periódico que han dado comienzo los Festivales de Edimburgo. Observo con asombro que en ellos el público no sólo puede asistir a magníficos conciertos en el precioso marco de esa ciudad escocesa sino también escuchar atentamente la lectura de obras recientes de la literatura de labios de sus propios autores; que por la Charlotte Square de Edimburgo han pasado o pasarán en estos días Brian Aldiss, Gore Vidal, Michael Ondatjee, o Peter Carey. Todos ellos han leído sus obras para unas gentes sentadas cómodamente, sin otra preocupación que escuchar. Mientras intuyo la frustración que se avecina y los malos presagios acuden a mi mente, se me ocurre que tal vez por ahí pueda encontrarse una solución a tantas lecturas frustradas que las fugaces y huidizas vacaciones suelen depararnos.

Qué quieren que les diga, a lo mejor es una buena forma de compaginar los libros y el asueto. A ver si cunde el ejemplo.

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