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Columna
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Regata

A punto de zarpar en una regata de diez días por las islas del Mediterráneo, mientras se tomaba un whisky en la bañera de popa con el resto de la tripulación, sintió un fuerte dolor en el pecho que se extendió luego por los brazos. A pesar de todo este patrón siguió bebiendo duramente e incluso se hizo servir una escorpa a bordo y fue entonces cuando comenzó a sudar hasta que su frente se volcó sobre la raspa del pescado. En el momento en que el juez de la regata dio la orden de salida y los 50 veleros, excepto uno, se hicieron a la mar, llegó también la ambulancia al pie del pantalán para llevarse a este navegante con el corazón roto en una travesía por tierra y a su manera él se puso a competir por el mismo trofeo. Si en alta mar hubo una gran tempestad, no fue tan dura como la que tuvo que afrontar este regatista en el hospital, por eso antes de entrar en el quirófano contrató un funeral de lujo por si ya no volvía de la oscura región de Hades y en el bar que había junto a la iglesia, donde él solía emborracharse, dejó una manda de medio millón para que bebieran por su memoria los amigos después de despedir sus restos mortales. A continuación naufragó bajo la anestesia. En medio de esa niebla vio a su barco perdido y sin gobierno a merced del oleaje mientras sentía las tenazas del cirujano que le partían las costillas con golpes que emergían de un bullicio de gaviotas, aunque tal vez no eran gaviotas sino sus amigos agolpados en aquella barra libre que soltaban carcajadas al final de las exequias. Aguantó el timón a vida o muerte como navegante bien curtido y mientras los otros regatistas soportaban encalmadas y eran acompañados por los delfines o ponían la quilla al sol si el viento soplaba con fuerza, al tercer día de regata él abandonó la UVI, al quinto se paseaba por un corredor del hospital tirando del gotero como si fuera de una driza y al séptimo ya comía chuletas con patatas. Los otros barcos habían doblado la isla de Cerdeña para regresar al puerto de salida. Al décimo día, que era el último de competición, cuando los 50 veleros, excepto el suyo, ya flameaban en el horizonte, le dieron de alta y este patrón se hizo llevar hasta la baliza de la final a bordo de su barco y, con el corazón entero luciendo en el pecho un costurón de color violeta, recibió a los otros regatistas sentado en cubierta con un whisky en la mano. Era el navegante que más lejos había ido y el que más rápido había llegado a la meta.

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