Las cocinas extranjeras
'Al margen de nuestra pequeña clientela, el clasicismo es omnipresente, pues incluso cuando viajamos, sentimos regularmente la nostalgia de nuestras raíces y aspiramos a reencontrarlas'. Comenzar con una cita como la que se expone, del cocinero francés Alain Senderens, parece conferirle al tema de las cocinas autóctonas que se asientan en otro país un sentido trascendente, más allá de lo gastronómico, cercano a la religión y plenamente insertado en la antropología.
Y así debe ser: lo clásico, la cocina reconocible o identificable con algún lugar, por estar consolidada desde hace siglos, es la que el nostálgico espera encontrar en sus viajes. De nada le serviría otra de mayor calidad pero que le reputase internacional, pues no pretende comer sino soñar con lo que dejó atrás, así sea mínima la ausencia temporal.
Durante décadas -aquellas en que los productos de un país se protegían de las intrusiones foráneas, por mor de la autarquía- no les fue posible a los restauradores extranjeros ofrecer a sus clientes la cocina auténtica de cada lugar; la primera materia empleada era pálido reflejo, en la mayoría de los casos, de aquella que había reputado los platos en origen, por lo que la visión del viajero -no tanto la del nativo, ignorante de la realidad- sobre el restaurante que el emigrado había abierto allende las fronteras, era real, aunque injusta, ya que atribuía defectos al restaurador que sólo debían imputarse a terceros. Podríamos pensar que por fortuna ya no es así, que el problema ha sido superado; mas, para no salir de la desgracia, ahora, la mala calidad general de las cocinas extranjeras ya no viene por la 'sustitución de importaciones' -que diría un político de los cincuenta-, lo hace porque los propietarios de los locales prefieren comprar malo y barato, prefabricado o congelado, antes que gastar en material lo que no pueden incluir en la cuenta. Esto opina Carlo d'Anna, restaurador napolitano afincado desde el año 1986 en Valencia y que regenta la trattoria Carlo-Blitz; según su criterio, ese hecho, unido a la nula formación de los profesionales de los fogones, ha convertido la cocina italiana en un compendio de masas congeladas que, previamente moldeadas, dan lugar a las pizzas o los cannelloni, las lasagnas y otros, que fueron y son dignos productos en su lugar de nacimiento.
Debido a todo ello, o por ello mismo, los precios que se pagan por comer en este tipo de locales están ajustados a la oferta, y se han convertido en 'restaurantes económicos' mas que internacionales. Los italianos, americanos, alemanes, son reconocidos por los productos más baratos del mercado, y locales como el de Carlo y algunas otras dignas excepciones enseñan que aquellas cocinas nada tienen que ver con lo que se cuece aquí. Las pizzas, las hamburguesas o las salchichas de Frankfurt no representan sino de forma muy limitada aquellas cocinas. No olvidemos que también existen las trufas blancas de Alba -a más de 500.000 pesetas el kilogramo- los solomillos de toro americano y los sofisticados -aunque no siempre gráciles- platos de caza alemanes para convencernos de dicho aserto, por más que su comprobación exija que nos trasmutemos en viajeros a lejanas tierras.
En el mismo saco, aunque sus protagonistas nos resulten más inaccesibles, debemos colocar a las cocinas orientales, asimiladas todas ellas a la china según el lenguaje cotidiano, cuyo éxito se cifra en lo anteriormente expuesto más alguna otra razón de tipo exótico, pese a que conocida la generalidad de los establecimientos y la comida que en ellos se sirve, lo exótico se convierte en trivial y conocido. Las inauditas salsas ya se utilizan en nuestra cocina, y se ha asimilado de forma inmediata en nuestro ambiente la forma de comer, en muchos casos, por su parecido a las 'picaditas' que tanto furor despiertan en nuestros lares. A falta de platos con entidad y dignamente realizados, más vale refugiarse en la diversidad, porque ya se sabe que 'de lo malo, poco es suficiente!'. No obstante, también existen otros 'chinos': los chinos buenos, sin ir a China; sólo hay que acercarse al Restaurante Colonial, en Londres, y comprobar por qué aquella cocina se considera una de las tres ¿o son menos? madres de todas las cocinas.
Por sus cocinas los conoceréis, ya que, según Goethe, somos lo que comemos, o puestos a terminar como comenzamos, con la cita culta, ahí va esta de Claude Lévi-Strauss, y que nos concierne a todos, nacionales y extranjeros: La cocina de una sociedad traduce inconscientemente su estructura, a menos que, sin darse cuenta, se resigne a revelar también en ella sus contradicciones.
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