CUANDO LA ALEGRÍA ERAN LOS OTROS
Hubo 'guernicas' más herméticos que el de Picasso. Como el cuadro pintado por Marín Bagüés
En el tren de Barcelona a Zaragoza, bien abrigado, el viajero lee el ensayo de García Guatas sobre la imagen del Ebro. Lo escribió en el libro que conmemoraba, en 2000, los 75 años del club Helios. La portada de ese libro lleva el retrato más bello y más profundo que se conoce del río, Los placeres del Ebro, obra de Francisco Marín Bagüés, que nació en Los Monegros en 1879 y murió en Zaragoza 80 años más tarde. El tren llegará a la ciudad al mediodía y el viajero irá directamente al museo provincial de Bellas Artes para verlo. Otras veces lo intentó, pero no hubo acuerdo con los horarios. Desde que llegó a Zaragoza quiere ver ese cuadro. Pero es mejor para los intereses de la crónica que hable de él cuando lo tenga delante, en el museo.
Aún queda un buen rato de viaje. El Ebro, en vivo, sigue a trechos el camino del ferrocarril. El color, la anchura, el caudal dependen del tramo y de las circunstancias meteorológicas. Pero hay algo que se repite: el río siempre está desierto. Nadie pesca ni nada ni navega. Las noticias de García Guatas son más variadas. La primera representación que se guarda del río es la acuarela de un cartógrafo holandés, Antonius Wingaerde, que en el siglo XVI tomó una vista panorámica desde el arrabal, en la margen izquierda. Al cabo de medio siglo, Juan Bautista del Mazo, yerno de Velázquez, pintará desde un lugar parecido el paseo de los elegantes. La singularidad de la pintura del yerno estaba en el puente de Piedra, que aparecía medio destruido por una avenida: la construcción del puente, muy dificultosa, fue durante varias décadas una de las obsesiones colectivas de los zaragozanos. El canon moderno del Ebro lo fijó en el siglo XIX Francisco Javier Parcerisa, dibujante y grabador, que reunió en una misma perspectiva la arboleda de Macanaz, el Pilar y el puente de Piedra. García Guatas escribe que Parcerisa rechaza 'la perspectiva caballera, o desde lo alto, y sitúa el ojo del espectador al nivel de las figuras que animan la sombreada orilla'. Los alegres días del siglo XX se reflejaron también en el Ebro: Victoriano Balasanz, Félix Gazo y Martín Durbán trataron el río como objeto poético. Gazo, en la magnífica serie sobre las estaciones del año que publicó en 1929 Heraldo de Aragón, dibujó el verano en el río y sacó de la palabra toda su esplendorosa flojedad.
Es obvio que el viajero acaba de llegar a Zaragoza. Los pintores previos se han acabado y sólo queda Marín Bagüés. No hay duda: ahí está el Portillo, una estación insulsa, del tiempo en que las estaciones empezaron a ser diseñadas desde la perspectiva del que huye y no del que regresa. Un taxi lo lleva hasta el museo provincial. El viajero entra con la emoción del que va a reencontrarse, después de mucho de tiempo, con un amigo.
- Perdóneme, ¿dónde está lo de Marín Bagüés? -pregunta en la taquilla-.
- ¿Los cuadros?
- Vengo a ver uno, El Ebro, Los placeres del Ebro.
- Pues mire, ahora no está expuesto.
- ¡Cómo dice!
- Bueno, es que tenemos una exposición y no nos cabe todo. Si pudiéramos mostrarlo todo, ay si pudiéramos...
El viajero se agarra fuertemente con las dos manos al mostrador, respira hondo, va a bajar la voz, va a hablar muy bajo. Como un rosario amargo deja caer sobre la mujer todo lo que ha sido en la vida; hasta el título de bachiller que le firmó Villar Palasí exhibe.
En unos minutos va a venir el conservador jefe. El problema no es, solamente, ver el cuadro. El problema es la crónica, esta crónica. El viajero teme volver al tren, volver a abrir el libro de Helios, volver al artículo de García Guatas, buscarle entonces a Marín Bagüés una cuña digna por donde meterse. Los minutos le parecen eternos, pero la verdad es que el conservador ya está aquí. Un hombre joven y amable.
- No hay ningún problema. Lo único es que tendrá que verlo en las salas de reserva. Venga conmigo.
Para llegar hasta las reservas hay que atravesar la exposición que ha quitado de su sitio a Marín Bagüés. Caminan rápido, pero la exposición es muy larga y da tiempo a ver de qué trata. Un asunto en verdad prioritario: el humor gráfico y la política en la Zaragoza de nuestro tiempo. Cientos de bromitas de diario. El tipo de exposiciones que hace felices a los periodistas y a los políticos y, con ellos, a la sociedad entera. El tipo fijo de interés de la política cultural de las élites locales.
El cuadro está ya localizado y sólo falta que el conservador dé la luz. Ahí está, al fin.
Poco se sabe de Marín Bagüés. 'Un extraño pintor, solitario en Zaragoza', escribe García Guatas. Entre los papeles que se encontraron a su muerte hay dos asuntos sobre los que insiste: el cuadro se llama Los placeres del Ebro y se pintó entre agosto de 1934-38. Así es que Marín Bagüés lo acabó en plena batalla del Ebro. Quiso que constara que hubo guernicas más herméticos que el de Picasso. Pero éste no es -o no es sólo- un elíptico cuadro de guerra. Es la fijación esbelta de un raro momento de felicidad fluvial y republicana. Los fantasmas del río acaban de ser vencidos. El Ebro ya no inspira temor ni, por tanto, veneración. Aún no han llegado ni la industria masiva ni las grandes presas: el río baja fuerte y limpio. Pero ya hay luz eléctrica y una inminente democratización del ocio y un descubrimiento del sol sobre los cuerpos. El placer convoca a la naturaleza: sin crueldad, sin desmanes, sin simulacros. No es la Arcadia. Es la Ciudad.
Todo eso duró poco. Apenas la huella de un dedo en un cristal. Vino la guerra. No sólo la guerra. Vino la piscina, por ejemplo. En sus celebradas, pero en su mayor parte aún inéditas, Notas para una teoría de la piscina, Felicidad O'Hara retrata con su habitual agudeza este momento: 'Hubo un momento en que el hombre dejó de ir al río o al mar y se los trajo a casa. Así nació la piscina. Tuvo el mismo origen que el agua corriente, la música estereofónica, la televisión o la pareja: la civilización es la historia de las continuas reformas de la casa'.
El viajero mira el cuadro -ahora sólo una foto- de Marín Bagüés y aún se pregunta cómo pudo pintar con tanta precisión el momento en que los otros eran fuente de alegría y de belleza. Y piensa en Hockney, y en sus modernos páramos azules.
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