Más que una playa
El rumor de la playa de Garrucha es lo primero que guarda mi ordenador. Con cuatro o cinco años, me gustaba estar allí y saltar de piedra en piedra jugando con el peligro de que una ola brava me empapara. Y esperar que el temporal fragoroso me trajera, por fin, el talismán de aquella cosa -una tabla, una botella, una bombilla que algún marinero echó por la borda en alta mar-. La había divisado hacía horas desde la puerta de mi casa en la plaza de El Martinete, a cincuenta metros, no más. Pa'llá, pa'cá, pa'cá, pa'llá... iba y venía, derecha o izquierda, según el capricho del levante que rompía con sordo estruendo en la profunda orilla.
Me gustaba eso. Y me gustaba hacer con mi pañuelo un pequeño arte rectangular para, metidos los pies con sigilo, lentamente, intentar atrapar los pececillos encarcelados en las charcas de las oquedades que en la roca esculpió la mar con su cincel de espumas. En aquel entonces supe que no iba para pescador, pues aun recién nacidas, aquellas crías eran mucho más inteligentes que yo. Escapaban siempre. Lo hacían al no saber que liberarlas a la mar abierta era lo único que yo quería. Me gustaba eso. Y me gustaba llevarme en los bolsillos la blancura salada en que el sol convertía aquel agua encerrada y olvidada.
En las tardes de invierno, cuanto más rugía el levante más sabía yo que me llamaba, que me pedía conversación, que me convocaba; a mí solo, su confidente yo, ella mi confidente. Toda la mar era mía; y aquel punto preciso de la playa era la playa entera del mismo modo que para el labrador, una espiga es el trigal completo. Les cantaba los dos o tres fandangos de mi repertorio y las olas aguerridas, sonoras, imponentes, eran el público mejor y el más entregado. Me gustaba eso. Y me gustaba que mi corazón volviera a casa hecho caracola, liberado como uno de los pececillos que yo quería pescar. La mar sí me pescaba en su pañuelo azul y blanco inmenso y, pagando de esa forma mi concierto, me regalaba dos alas de alegría con que llegar al cielo.
Eran malos tiempos en las casas y para las almas de los perdedores. Tiempos de miedo, de mordazas, de humillación y rabia. Crecí en desconcierto. Sin entender a qué venía la seriedad constante de mi padre, su irritabilidad, su bofetada frecuente al verme, injustificable entonces, justificada y perdonada desde el amor que a su memoria el hijo tiene, un amor y comprensión que cada día crecen y crecen. La sonrisa de mi madre era mi salvación, era mi puerto. La mar, aquella mar, la prueba del futuro y de la vida, la catapulta del ánimo, su remedio, su consuelo.
Andrés Caparrós es periodista y nació en Garrucha en 1944.
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