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Crónica:
Crónica
Texto informativo con interpretación

Jon Odriozola ilumina su currículo

El ciclista de Oñate logra en la Subida a Urkiola el primer triunfo de su carrera deportiva

A veces, el ciclismo reparte su justicia. A ratos, algunas victorias sirven tanto para iluminar al ganador como para reconciliar a los escépticos con un deporte bajo eterna sospecha. Sí, en ocasiones el ciclismo es algo más que la eterna dictadura de los privilegiados, la alternancia entre unos pocos.

Jon Odriozola ha pasado los últimos seis años corriendo para otros: largas líneas rectas con la cabeza en el manillar y el pelotón a rueda; relevos brutales a pie de puerto para apartarse y dejar que los líderes se den a un espectáculo que a menudo les viene grande. Sol y lluvia. Grandes palizas para cumplir más con la profesión que con la pasión. A sus 30 años, Odriozola, guipuzcoano de Oñati, seguía creyendo en sí mismo, pero menos en la justicia del universo ciclista. Y se preguntaba si pasaría por el profesionalismo, por el Tour, la Vuelta y el Giro y mil pruebas más sin reservarse su parcela de gloria, su éxtasis. Su momento. Ayer le llegó la hora.

En el alto de Urkiola, uno de los puertos simbólicos del ciclismo vasco, un lugar de peregrinación para aficionados que él mismo había recorrido a menudo, levantó los brazos al cielo. El gesto debió de resultarle impropio de su trayectoria oscura. Odriozola nunca ha sido un ganador, pero sí un excelente ciclista, un tipo constante y regular, virtudes sin brillo que le obligaron a emigrar a Italia para ganarse la vida con la bicicleta. Aquí, falto de talento, no le quisieron. Quizá veían en él sólo a un obrero.

El paso del tiempo le permitió regresar, fichar por el ibanesto.com y confirmarse como uno de los mejores gregarios del pelotón. En Urkiola, precisamente, convenció al conjunto navarro: en 1997 concluyó tercero la prueba. Un círculo que se cierra. En Italia aprendió que el ciclismo puede ser un trabajo de oficina al aire libre, un lugar donde sólo cuenta el dinero que uno aparte para garantizarse algún tipo de futuro. La realidad, desagradable, no minó su ilusión por reivindicarse. Asentado, el oñatiarra aprendió a osar, atacar, probar. La suerte siempre le fue esquiva. Siempre alguien más fuerte, más rápido. Durante el pasado Tour, su cruz alcanzó su paroxismo: no logró engancharse a ninguna fuga definitiva. En cuanto agarraba una, la siguiente terminaba por ser la buena. Y así, durante tres semanas. Al menos conservaba la forma para tratar de aprovecharla en agosto. Brillante el sábado en la Clásica de San Sebastián, pero torpe a la hora de enganchar el vagón ganador, Odriozola parecía el mismo de siempre. Fuerte, pero a destiempo. Un caso perdido.

La Subida a Urkiola tampoco debía favorecerle. No es un escalador puro y contaba entre sus compañeros de equipo con dos especialistas, cada uno con dos triunfos en la cita vizcaína: el Chava Jiménez y el italiano Piepoli. Su cometido parecía claro, otro día con el mono de trabajo puesto. Con él puesto, afrontó en cabeza la parte decisiva del puerto, a cuatro kilometros del alto y de la meta. Desfondado, Piepoli retrocedió, y todo el pelotón con él. Pronto, todo quedó en una explicación en familia: Jiménez y su ayudante Odriozola por un lado; Joaquín Rodrígues y López de Munain, enfrente. Y todos los ojos clavados en el Chava. Y Odriozola, como si no estuviera. Rodríguez decidió acampar sobre la chepa de Jiménez, el peligroso. Éste trató de sacudirse la pegajosa compañía. Una vez, dos, cuatro... sin éxito. A partir de ahí, todo discurrió conforme a un guión clásico en el ciclismo. López de Munain, mudo, se limitaba a seguir el abrazo forzado de Jiménez y Rodríguez.

Libre, Odriozola atacó para deshacer el entuerto y colocar la responsabilidad en campo ajeno. Su ataque, a kilómetro y medio del final, hubiera precisado la reacción inmediata de sus rivales, obligados a llevar entonces en carroza al Chava hacia su tercer triunfo en Urkiola. Un dilema. Prefirieron creer que Odriozola caería por su propio peso, como tantas otras veces. No fue así. Cuando sus rivales reaccionaron, Odriozola podía estar imaginando la forma de celebrar su primera victoria. O más bien no. En su cara, en el saludo con la mano, había más alivio y sorpresa que una escenificación.

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