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Columna
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Desde el acantilado

Tumbado bajo la sombrilla se piensa mal. De modo que estos días tiendo a ir a los acantilados, a la sombra de alguna roca o árbol solitario en donde dar rienda suelta a pensamientos aventados por la brisa marina. En ese estado y ubicación, se tiende a pensar en singular. Qué hago yo aquí, por ejemplo, con lo bien que estaría en... O también: qué imbécil fui en aquella ocasión. Cosas así. Asuntos de poca monta. Solo frente a la naturaleza, se siente uno chico y ajeno a cualquier fratría. Y la presencia del mar -espacio abierto, conexión entre civilizaciones, épica del marinero-, ceba las ideas de cierto aire libertario. Y así es como le da a uno por pensar pongamos que en la aventura del calamar errante. O, también, en lo indefenso que se encuentra como ciudadano frente a los políticos de su comunidad. En fin, naderías, temas insustanciales, aunque de todos ellos puedan hacerse tesis doctorales (Análisis interdisciplinar de las rutas del calamar errante en el Mar de los Sargazos: Una aproximación biologista, reza el último premio Anti-Nobel).

En todo caso, reconozco que hay pensamientos que me inquietan más que otros. Es cierto. Por ejemplo ése de la indefensión del ciudadano frente al político. Reconozco que tiene su enjundia. Y, como con el salitre no puedo pensar en abstracto, pienso en mi paisito. Hace un par de meses sin ir más lejos, voté nacionalista porque me empachaba Mayor; socialista, porque me sentía urbano y joven, o popular porque creía que estaba ya bien de tanto nacionalismo. Hubo un momento en que voté seriamente popular y socialista porque no estaba dispuesto a que me tiranizara por más tiempo ETA, y otro en que nacionalista por lo mismo y porque creía que eso sólo se arreglaba 'hablando' (aunque nunca supe muy bien con quién y cómo). También voté nacionalista porque estaba harto de esa marea madrileña que se inmiscuía en nuestras cosas, y autonomista porque me sentía vasco y me sabía español (o viceversa). Sé de algún vecino, que siempre quiso regalar Álava a España (y también las Encartaciones), que votó nacionalista. Y de algún otro que decía que Trucíos, Petilla o Treviño eran vascos (y también Bayona o Baiona), que nunca dijo Laguardia, siempre Biasteri, y votó lo mismo. Y aún de otros que, a base de sentirse de izquierdas, se habían hecho nacionalistas o 'dialogantes', o quienes, por lo mismo, se proclamaban antinacionalistas. He votado variado, es cierto, pero siempre quise ser un ciudadano, un hombre completo (no me refiero a los atributos, aunque también), con mis ideas y todos mis derechos (no como esos otros, lo digo llanamente, que prefieren votar al que mata; no hay excusa; ya no). Quise (debe ser cosa del aire marino), quise ser libre y decidir yo mismo.

Y ahora me veo interpretado (cuando me veo, que los socialistas están ausentes y los populares casi), socavado en mi derecho a autodeterminarme. Dice mi lehendakari -mío porque así se presenta y lo debe ser- que él ha ganado (¿frente a quién? ¿frente a mi otra mitad?), que él se erige en mi portavoz, de todos esos que habitan en mí. Y se va a Madrid para decir que defiende la libertad (por descontado), el diálogo (sobre la 'soberanía' del paisito) y el respeto (a la 'decisión de los vascos'; ¿acaso no es vasca mi otra mitad?). Yo que me siento bien como vasco, como guipuzcoano, como vasco y español o como rayos sea que me sienta bien, ¿por qué van a explicarme los políticos reduciéndome a sus términos y traicionándome para explicarme según consignas políticas simples, pobres, anémicas? ¿Quién me defiende ante los políticos? Yo que había votado por una zona doméstica tranquila, ¿por qué he de verme sumido en una pelea sobre soberanías que yo no había elegido? ¿Quién defiende mi libertad ante los intereses de los políticos? Si estuviera seguro de que aquélla estaba defendida, preferiría el acantilado privado a la arena pública. Pero no podré evitar el otoño y el debate político.

En fin, con éste y otros pensamientos vacuos sobrevivo al verano encaramado en el acantilado. ¿Cómo lo consigue usted?

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