_
_
_
_
_
Un relato de EDUARDO MENDOZA

EL ÚLTIMO TRAYECTO DE Horacio Dos

Resumen. Por fin, Horacio se encuentra con la señorita Cuerda en su habitación y, tras un breve diálogo, se abalanza sobre ella y consigue conocerla de un modo más íntimo. Después del encuentro amoroso se queda dormido, y al despertar comprueba que ella se ha marchado. Sale en su búsqueda y, cuando la encuentra, la conduce a la dársena con intención de entregársela a los estibadores a cambio de las provisiones.

10 Domingo 9 de junio (continuación)

Cuando entré en la dársena llevando a rastras a la señorita Cuerda, los estibadores que cargaban las mercaderías en un antiguo carromato de superficie a ventosas magnéticas interrumpieron por unos instantes su esforzada tarea y prorrumpieron en gritos, silbidos y otros gestos similares expresivos de su ruda y primordial satisfacción, hasta que los sacó de su alborozado ensimismamiento el restallar de un látigo y una voz imperiosa que a través de un megáfono exclamaba: '¡A trabajar, bergantes!'.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

El aspecto externo y la actitud de aquellos individuos me hicieron pensar que tal vez los temores de la señorita Cuerda no carecieran de fundamento. Sin embargo, y a falta de una idea mejor o, simplemente, de una idea, seguimos avanzando hasta llegar al carromato.

Mientras proseguía la operación de carga del carromato sin más interrupciones, el doctor Agustinopoulos, que había acabado el trabajo de seleccionar las medicinas necesarias y otros productos químicos destinados a sus fines particulares y supervisado su embalaje y colocación en el interior del carromato, vino a mi encuentro y manifestó en voz baja que la intención de aquella caterva de hombrones tan macizos le daba mala espina y que la situación distaba de ser clara. Me abstuve de responder y le indiqué, con un ademán discreto pero imperioso, que aplazase sus juicios para mejor ocasión.

Al cabo de un rato concluyeron los estibadores la operación de carga de las mercaderías en el carromato y volvió a oírse la voz que mediante un megáfono les había increpado antes, ordenando ahora que fueran abiertas las compuertas que comunicaban la dársena con el andén exterior de la Estación Espacial donde se encontraba la nave, a fin de proceder a la operación de estiba propiamente dicha.

Se abrieron lentamente las compuertas y por esta abertura, y a través de la intensa tolvanera pulverulenta, pudimos ver la nave, con las luces de posición encendidas y las escotillas abiertas para recibir las mercaderías. Entonces salió del interior del almacén un individuo vestido con un kimono negro, en cuyos rasgos reconocí al contralor de la Estación Espacial Fermat IV que había acudido a recibirnos a nuestra llegada y a quien entonces hice entrega de la lista de artículos de primera necesidad. Su presencia en aquel lugar me confirmó las suposiciones de Garañón acerca de la probable complicidad de las autoridades administrativas de la citada Estación Espacial en los negocios irregulares que allí se llevaban a cabo con ánimo de lucro y trueque de personas.

Indiferente a estas conclusiones que, por supuesto, me abstuve de exteriorizar, el contralor vino a mi encuentro y con la más meliflua de las sonrisas me mostró el escandallo confeccionado por él a partir de la lista de nuestros requerimientos, así como los albaranes correspondientes a las mercaderías adquiridas y me rogó que verificara las partidas, así como sus precios y aranceles, y que estampase mi firma y sello en los correspondientes casilleros si los encontraba conformes, lo que hice en ejercicio de mis funciones.

Acto seguido, el contralor me arrebató los formularios y dijo que él, en ejercicio de las suyas, presentaba denuncia contra mí y contra toda la tripulación de la nave por adquisición de artículos de contrabando, como se desprendía de los documentos que yo mismo acababa de firmar y sellar en reconocimiento del citado delito, de todo lo cual informaría debidamente por vía oficial a las autoridades interplanetarias competentes. Y añadió que hasta tanto estas autoridades no hubieran instruido sumario y fallado el caso, se incautaba de las mercaderías objeto de la presente denuncia, así como del dinero dispuesto para su pago y de la señorita Cuerda, la cual, según dijo haber oído, formaba parte de la compraventa, y disponía asimismo que tanto yo como los demás mandos de la nave, el doctor Agustinopoulos y la totalidad de la tripulación fuéramos encerrados preventivamente en los calabozos de la Estación Espacial.

Acto seguido, y valiéndose nuevamente del megáfono, dio orden a los estibadores de que devolvieran el carromato al almacén con objeto de ser precintado como medio de prueba en el juicio y que, preventivamente, fueran cerradas las compuertas de la dársena y cortada toda comunicación con la nave, a la que se sometería a asedio de acuerdo con el procedimiento habitual. La situación, tal como había insinuado el buen doctor Agustinopoulos, empezaba a complicarse, habiendo alcanzado nueve grados por encima de 'difícil' y sólo uno por debajo de 'espeluznante'.

Acto seguido y, sin duda, temiendo de mi parte una reacción proporcionada a la gravedad de los sucesos y en todo caso heroica, el avieso contralor extrajo de las holgadas mangas de su kimono una pistola con la que me apuntó directamente a la casaca. Luego, con la otra mano, me arrebató el cabo de soga cuyo extremo opuesto se encontraba anudado al cuello de la señorita Cuerda y tiró de ella.

Respondió la señorita Cuerda a este trato infamante diciendo que ella no se dejaba llevar sino por quien ella misma decidía, conforme a su arbitrio, y exigiendo que la soltara de inmediato, que revocara sus órdenes concernientes a las mercaderías y a los miembros de la expedición y que dejara de apuntarme con aquella pistola.

Respondió el avieso contralor a estas palabras con una sonrisa sardónica y libidinosa. Entonces la señorita Cuerda, que hasta aquel momento había simulado llevar todavía las manos atadas a la espalda, levantó la derecha hacia la cara del contralor, como si quisiera señalarle con el dedo para afearle su conducta de un modo más expresivo, con lo que redobló aquél su risa ofensiva. Pero en la mano de la señorita Cuerda había, además del dedo, una pistola de reducido tamaño, que la señorita Cuerda disparó con rapidez, frialdad y precisión, acertando al contralor entre los ojos, con lo que éste dejó caer su propia pistola y se derrumbó con la sonrisa sardónica y libidinosa todavía pintada en los labios. ¡Caramba con la señorita Cuerda!

Repuestos de su estupor inicial, los estibadores nos rodeaban con aire amenazador, y tal vez nos habrían agredido si la pistola de la señorita Cuerda y su probada habilidad y desparpajo no los hubieran mantenido a raya.

Acto seguido tomó la señorita Cuerda el cabo de la soga que el contralor había soltado en su caída y me lo devolvió, devolviéndome con este acto simbólico la autoridad que me había sido temporalmente arrebatada.

Iba a hacer uso de esta autoridad para pactar con los estibadores una rendición honrosa, cuando distrajo la atención de todos los presentes una fuerte detonación procedente del carromato, cuyo conductor, que, siguiendo las instrucciones póstumas, del difunto contralor había empezado a maniobrar para devolver vehículo y mercancías al almacén, salió despedido de la carlinga en varios pedazos y acompañado de un surtidor de sangre y vísceras.

Antes de que pudiéramos hacernos cargo de lo sucedido, apareció al volante del carromato Garañón, en cuyas manos aún humeaba una escopeta de cañón recortado, de lo que dedujimos que había sido él el autor de la detonación y el causante del desmembramiento del pobre conductor.

Pensé que esta vez la situación estaba a punto de escapárseme de las manos.

Por fortuna, el segundo segundo de a bordo y el doctor Agustinopoulos, que estaban a mi lado, me sugirieron a gritos que al amparo de la confusión reinante corriéramos hacia el carromato, que Garañón estaba haciendo girar de nuevo para dirigirlo hacia las compuertas de la dársena.

Di mi autorización a esta propuesta y corrimos los tres hacia el carromato, seguidos a corta distancia de la señorita Cuerda, que amenazaba con su pistola a los estibadores y les decía que 'a ver' quién era 'el guapo' que se atrevía a dar un paso al frente. De este modo alcanzamos el carromato sin contratiempo y subimos a él sin dificultad, porque debido a su sistema de tracción a ventosas, se movía con lentitud exasperante, sobre todo para quien trata de huir de una encarnizada persecución.

Continuará

www.eduardo-mendoza.com

Capítulo anterior | Capítulo siguiente

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_