Labrada gota a gota
Este famoso paraje de Cuenca atesora las más bellas formas esculpidas por el agua de lluvia en la roca caliza
Por más vueltas que le damos, no nos cuadra que un partiducho Es-paña-Malta sea de interés general y lo veamos gratis, y en cambio la Ciudad Encantada, que es Sitio de Interés Nacional desde 1929, siga siendo propiedad privada y nos cobren 300 pesetas del ala. Si tuviese otro interés -para construir una autopista, digamos-, el Estado ya la habría expropiado por el artículo tres. En favor de sus dueños, hay que decir que está muy cuidada pese a los 50.000 visitantes que soporta al año. Pero esto de hacer cola junto a un puesto de souvenirs, aguardando a que el celador-cobrador abra la verja a las diez, no es la idea que tenemos de un sitio natural, por muy interesante que sea.
El interés universal suscitado por la Ciudad Encantada -demasiado para una finca de sólo 250 hectáreas- data de mediados del siglo XIX, cuando varios viajeros franceses y británicos la descubrieron para el mundo. De hecho, la bautizó un inglés en 1852. Después llegaron los científicos, como Daniel de Cortázar, comisionado en 1875 para trazar el mapa geológico de Cuenca. Luego los literatos: Baroja, Unamuno, Blasco Ibáñez, Lorca ('¿Te gustó la ciudad que gota a gota / labró el agua en el centro de los pinos? ( ... ) / ¿Viste la grieta azul de luna rota / que el Júcar moja de cristal y trinos?'). Y finalmente llegó Schwarzenegger haciendo de Conan el Bárbaro.
Esta película de 1981 es sólo una de las 11 que se han rodado en este escenario de manifiesta antigüedad -cien millones de años-, resultado de la acción incesante del agua sobre un tipo de roca caliza, la dolomía, que cobra un aspecto fungiforme, estilo seta: de ahí, estas peñas encantadas de cabeza grande y pie fino, erguidas en inconcebible equilibrio. El caso más nítido es el Tormo Alto, que es el primer pedrusco con que nos topamos al adentramos en el recinto siguiendo la senda señalizada -flechas blancas para la ida, rojas para la vuelta-: un tornado mineral que hay quien dice que fue túmulo de Viriato, cuando éste no vio Cuenca ni en pintura.
Nada más rebasar el Tormo Alto, la senda pasa junto a los peñascos conocidos como los Barcos, que semejan, sin perder su aire familiar de hongos, los cascos de unos buques olvidados hace muchos siglos en la cuna de un astillero. Luego salen al paso el Perro -un foxterrier del tamaño de un elefante- y la Cara del Hombre, que a juzgar por su tamaño debe de ser la faz del dueño del antedicho can. Y, a continuación, el Puente Romano -uno de los muchos arcos que hay en el enclave-, la Foca -que sostiene circense una bola- y el Llamador, un aldabón muy a propósito para la cueva de Conan, pues no pesará menos de media toneladica.
El Tobogán, callejón angosto y tapizado de madreselva, y la superficie rizada del Mar de Piedra preceden a las que, para nuestro gusto, son las tres formaciones más curiosas de la Ciudad Encantada. Una es la Lucha entre el Cocodrilo y el Elefante, en la que vemos las fauces del reptil y la trompa del paquidermo enlazadas en una pugna de tal viveza, que hasta los pinos parecen doblarse como espigas ante el empuje brutal de los monstruos. Otra es el Convento, un pasadizo ojival tan perfecto que cuesta creer que no haya sido horadado por el hombre. Y la tercera, el Frutero, que a nosotros nos parece la más perfecta seta pétrea de todo el paraje.
Otros evocadores peñascos -el Teatro, la Tortuga, los Osos...- nos conducen hasta los Amantes de Teruel, dos rostros detenidos en el instante preciso de ir a besarse, cosa que ocurre a pocos pasos de nuevo del Tormo Alto y de la salida del enclave. Este garbeo, de unas dos horas a paso quedo, se puede alargar una más avanzando, ya en el exterior, por el llano camino del mirador de Uña. Está señalizado con un gran letrero en el aparcamiento y lleva en menos de dos kilómetros hasta un balcón natural sobre el valle del Júcar, allí abajo el caserío de Uña, junto a su laguna verde y su muela caliza de paredes acantiladas que también labró el agua gota a gota.
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