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Columna
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Turistas

Al principio de los tiempos, de la unión del mar y el sol, surgieron los tour operators. Pero los tour operators no podían sobrevivir solos, necesitaban seres sobre los que operar sus tours, así que crearon a los turistas. Estas criaturas, siguiendo el ejemplo de Atenea, que nació vestida y armada, también vinieron al mundo provistos de pantalón corto, camisa floreada, sandalias con calcetines y una cámara de fotos colgada al cuello. Sin embargo, mientras que la diosa ha quedado recluida en los libros de mitología, los turistas hemos proliferado y evolucionado hasta cambiar la camisa floreada por un Lacoste, las sandalias por unas Nike e incorporar, pegada al ojo y a la mano, una cámara de vídeo.

Fuimos concebidos para vagar en grupo por el planeta sin un objetivo claro, obedeciendo una orden genética o divina que nos obliga a entrar en las catedrales y contemplar unos cuantos retablos, para luego pasar a un museo donde admirar unos doscientos cuadros, o para arremolinarnos desconcertados ante curiosidades difíciles de olvidar como la vez que nos enseñaron los dientes y el pelo de George Washington y no sabíamos si era algo bonito o feo, si nos gustaba o nos daba asco.

Pero llegó un momento en que nos encontramos tan solos, tan alejados de los admirados Ulises -que emprendían auténticos viajes de descubrimiento para luego regresar ahítos de aventura y conocimiento-, que propiciamos la aparición de unos nuevos hermanos: los solitarios y errantes hombres de negocios. Entre ellos -equipados con corbatas Armani y relojes Cartier- y nosotros -los camisas floreadas- hemos hecho germinar millones de autocares, hoteles, restaurantes, empleos, souvenirs, increíbles comodidades que están produciendo una nueva generación de mutantes, entre los que me encuentro. Porque confieso que ya sólo me interesan los viajes organizados al milímetro, los que me trasladan de aeropuerto en aeropuerto, de autocar en autocar y de hotel en hotel, sin apenas pisar la calle. Nada más me apetece hacer compras en el duty free y ver películas en el tren o el avión. Me entusiasma el instante en que alguien deposita la bandeja de la comida en la mesita plegable, mientras que por las ventanillas contemplo imágenes de un mundo inconcreto por el que me transportan unas mágicas y acariciadoras alas.

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