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Baño de alto standing

Este viaje comienza con un cuento de John Cheever, uno de los escritores más tristes del siglo XX. El cuento se titula El nadador y es conocido porque en 1969 Frank Perry lo adaptó para el cine con Burt Lancaster de protagonista, que se pasaba toda la película metiendo tripa. El argumento es simple: un maduro padre de cuatro hijas se está bañando en la piscina de unos amigos y, de repente, decide regresar a casa atravesando todas las piscinas del condado. La distancia es de 12 kilómetros y el nadador la recorre saludando a sus vecinos, remojándose en diversas piscinas, participando en fiestas, reencontrándose con ex-amantes y descubriendo detalles de la insatisfacción de los demás y, por extensión, de la suya. Al final, agotado, muerto de frío, con bastantes copas de más encima y una depresión de caballo, llega a su casa y la encuentra vacía.

La zona The Garden del hotel Rey Juan Carlos I parece un oasis. Dos piscinas se hallan unidas por una pasarela. El aislamiento es total

Sin tener el palmito de Burt Lancaster ni muchos amigos con piscina, me dispongo a recorrer algunos baños públicos y concertados del país esperando que, a mi regreso, mi casa no esté vacía. Para estrenarme, llamo por teléfono al hotel Rey Juan Carlos I, en cuyos jardines recuerdo haber visto una piscina que demuestra que el anuncio municipal según el cual la mejor piscina de la ciudad es la playa de la Barceloneta es mentira. Pregunto si es sólo para los clientes del hotel y me dicen que no (de 8 a 19,30 horas). Estoy a punto de llamar al presidente Aznar para invitarle a olvidar los problemas que le causa su piscina menorquina. A las 8,30 del día siguiente, armado con toalla y traje de baño me persono en el lujoso vestíbulo del hotel, más impresionante que cualquier catedral, con su anónimo piano, sus escaleras mecánicas y, como un tótem, la estatua de Corberó. Como el resto del edificio, fue ideado por el dúo de arquitectos Ferrater-Cartañá e inaugurado en 1992 por la reina Sofía, en un claro ejemplo de nepotismo. Dos ascensores transparentes suben y bajan animando esta turbia mañana de verano. Un consejo: no acudan antes de las 9 porque puede que tengan que esperar a que llegue el portero que se encarga de vender las entradas. Precio: 3.200 del ala.

La piscina está situada a unos metros del hotel, en la zona llamada The Garden, un nombre lo bastante pijo para subir un poco los precios. Accedo a unos vestuarios con taquillas individuales. El uso de la toalla propia, de colorines o con dibujos de Mickey Mouse, está prohibido, así como cualquier tipo de juegos o comer y beber nada que no proceda de la cafetería del hotel. Me entregan una toalla blanca, de bordados monárquicos, y, con la solemnidad del nadador que se dispone a participar en una final de 200 metros mariposa, salgo al exterior. Parece un oasis. Dos piscinas separadas por una pasarela. La de la derecha, en forma de anfiteatro, es para niños o amantes de salpicarse en plan qué bello es vivir. La de la izquierda, en cambio, es un convencional ejemplo de piscina casi perfecta: ni demasiado grande ni demasiado pequeña. Alrededor, una formación de tumbonas rodeadas de abundantes palmeras y flores. Los arquitectos fueron hábiles y combinaron diversas modalidades de entorno: tablones, borde de piedra, césped y fondo de cerámica con minúsculos mosaicos de color azul. Al fondo, una pérgola para amantes de la sombra. La superficie del agua se estremece con un leve temblor. El aislamiento es total. Podría estar en Barcelona, pero también en Tokyo. Me acerco al agua y, utilizando la escalinata, estreno, oh, la temporada de baños. La temperatura del agua no obliga a gritar como un poseso ni a contener los escalofríos con enérgicos movimientos, como ocurre en las de algunos hoteles pirenaicos, ni tampoco te produce la desagradable sensación de meterte en una recalentada sopa de dominguero. Para no romper la placidez del momento, decido cruzar la piscina practicando lo que los especialistas denominan 'braza de pecho', una modalidad poco varonil pero que permite una visión general del paisaje, avanzando con la cabeza erguida como un perro, a modo de periscopio. Parecerá una mariconada, pero con este método se puede llegar lejos. Lo cuenta James E. Counsilman en su libro The Science of swimming: 'Los días 24 y 25 de agosto de 1875, el capitán Matthew Webb atravesó el canal de la Mancha desde Dover a Calais en 21 horas y 45 minutos, y esto dio un gran impulso a la natación. Practicó el sistema de la braza de pecho. A pesar de esta gran proeza de un nadador de braza de pecho, se produjo un retroceso en esta forma de nadar en provecho de otros movimientos más rápidos'. Durante unos segundos, sospecho que no hay socorrista hasta que, en un rincón, discretamente agazapado, observo la presencia de un fornido individuo. Lleva gafas de sol y una camiseta en la que puede leerse SOS. Me mira. ¿Habré ligado?, me pregunto. Al observar que sigue mis movimientos, siento la tentación de hacerme el muerto y, adoptando una nueva identidad, dejar que me rescate y me salve con un apasionado boca a boca que daría paso a una tórrida relación que quizás podríamos consumar en una de las habitaciones del hotel (44.000 pesetas por noche). Pero la fantasía se desvanece con el paso de una tribu de palomas que, en vuelo rasante, me obliga a sumergirme. Salgo. En posición horizontal, vivo la felicidad del momento hasta que soy acosado por un moscón. Dos manotazos pero el muy cojonero insiste. La reconozco: es la típica mosca resentida que no soporta el bienestar ajeno. Estoy a punto de llamar al socorrista para que me ayude a auyentarla. Nada, que no hay manera. Tanto esfuerzo por acceder al paraíso, pagar 3.200 pesetas para, total, ser expulsado por una mosca. Deprimido, regreso al vestuario. Recuerdo una máxima que circulaba por mi barrio: 'Lo mejor de las piscinas son las duchas'. En efecto: cierro los ojos bajo el potente chorro que escupe una ducha perteneciente al catálogo de Fiedrich Grohe. Suena a filosófo seguidor de Nietzche y, sin embargo, sólo es el fontanero de la jet-set. Demasiadas comodidades, pienso, y, como Burt Lancaster, salgo corriendo de The Garden camino de nuevas aventuras más populistas. Mañana, si nadie lo remedia, estaré en Isla Fantasía.

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