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Columna
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La nueva cocina teológica

Cosas del contrapié. Supongo que a eso se habrá querido referir Balza cuando en vez de exponer que el PP lleva el paso cambiado ha dicho que tiene 'un pie cambiado', como si más que alguien sorprendido por la potencia del discurso de investidura de Ibarretxe -sería lo que les habría aturdido- fuera un mutante. O un veraneante que ha vuelto. Porque a los tales se nos cambia todo, incluso los pasos y los pies, que es donde quería ir a parar porque, así como irse ilustra, volver frustra y lo pone todo manga por hombro o patas arriba, aunque sólo sea por seguir en la misma onda metafórica de nuestro consejero de Interior que con el pie ha metido la pata. Pues bien, nada más quería decirles eso, no sé si yentes o vinientes lectores, que cuando uno viene siempre hay otro que va y resulta difícil saber con qué pie empezar y aún por dónde.

Tenía el vago propósito de hablarles de una cosa muy típica de las vacaciones, que es el comer y ya se me estaba haciendo la boca agua con esas patas de cerdo que aún nadie se ha atrevido a llamar pasos, pasos de cerdo -pero todo vendrá, ¿no hay pasos de cebra?-, pero que ya se llaman con gazapo cuasibalziano manos, mejor dicho manitas -como si en vez de comer se fuera novios-. Sin embargo, no las he probado durante este viaje, como tampoco he comido ancas tan necesarias como las de rana. Sí he degustado esa pata de la oveja hecha no ya paso, sino sombra, que es la cecina, aunque me ha parecido más excelsa una de León, o sea de vaca, pero de una muy concreta de un muy concreto lugar. Ahora bien, se me han quitado las ganas, digo de hablarles de cocina, cuando he visto desmenuzar a mi amigo Izpizua el guisote de Ibarretxe -ése que le traía los pies a mal traer a su amigo interiorista, es decir el discurso de investidura- y hallarle mucha grasa, mucho unto, mucha huera espesez, mucha toxina y mucho porrupalabro.

De modo que me he dicho, ¿por qué no hablarles de la gastronomía teológica visto que la política no produce más que diarrea? Si nunca han estado en el panteón de la iglesia de San Isidoro de León se habrán perdido el gran festín. Resulta que el autor de las magníficas pinturas románicas que lo ilustran escogió un complejo entramado simbólico-comestible con la intención de trabarlas en un único sentido. A fin de que los reyes de León, pues a ellos les estaba destinado el recinto, pudieran contemplar la muerte como un tránsito no traumático, el maestro de San Isidoro les pintó en el umbral del panteón la omnipotencia de Dios adornando un arco con el zodiaco y otro con el calendario para hacerle así dueño del espacio y del tiempo, o sea del Universo. Pues bien, el calendario registra mes a mes las diferentes faenas agrícolas para culminar diciembre con un banquete en que el hombre se come hecho pan el trigo que sembró, devora el cerdo que crió y se bebe en vino la uva.

Banquete que se corresponde con otro impreso en la bóveda y que corresponde a la Última Cena donde tras la comida propiamente profana tuvo lugar otro segundo festín en que el hijo de Dios se habría ofrecido supuestamente bajo la forma de pan y vino en una ceremonia que siempre ha tenido algo de caníbal. Pero aquí nos interesan menos el dogma de la transustancialización y los asuntos de fe de una religión dada que ver cómo el maestro de San Isidoro consigue tramar los diferentes niveles comestibles -el calendario masticable, la Última Cena, la comunión bajo las dos especies- para que los reyes que allí reposaban pudieran hacerlo en paz sabedores de que se les invitaba al eterno banquete del cielo.

Nada que ver con esa defensa de la cocina que realizó el lehendakari en una reciente entrevista defendiendo el guiso de acuerdos fuera de los foros, ni tampoco con esa manía que tiene del ingrediente único cocinado de una única manera aunque, eso sí, servido en la carta con un nombrecito barroco muy nueva cocina: pastel oculto de independencia sobre lecho de voluntad de los vascos y vascas a la vinagreta de soberanía bajo muselina de autodeterminación con lascas de morcilla. Nada que ver, decía pero me temo que, a este paso, nos van a llevar a la eternidad de Aitor con el pie cambiado.

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