VIAJE DE TRABAJO A NUEVA YORK
Desde la calle 57 hasta la 23, un recorrido a pie hasta llegar a los apartamentos London Terrace, que ocupan toda una manzana entre las avenidas Novena y Décima. Nueva York, su cuadrícula perfecta y sus cabinas telefónicas con sorpresa.
Entré en la suite 2114 del 250 de la calle 57 Oeste con media hora de retraso. Estaba impaciente e irritado, pero curiosamente ni el largo trayecto en taxi a través de la ciudad embotellada ni la perspectiva más que diáfana de tener que habérmelas solo con el idioma habían conseguido ponerme nervioso. Eso había sido antes, cuando comprendí, después de media hora en la calle y un instante antes de tomar el taxi, que mi amigo, el que dominaba el idioma, el que tenía que acompañarme y hacerme de intérprete, no iba a presentarse. Pero ahora yo estaba tranquilo, o a punto, en el mismo plano -en todo caso- que mis circunstancias. Ahora, de hecho, me recibía un joven corpulento con una camisa blanca y me hacía pasar a un despacho amplio con un sofá negro que su mano señalaba como si ahí sentado pudiera, además de solo, sentirme cómodo. Dos minutos después aparecía miss W., vestida de negro. Empecé balbuceante, encogido, pidiendo perdón por el retraso -lo pedí varias veces-, pero en cuanto saqué los papeles de la cartera noté que, por una feliz compensación, mis líquidos cerebrales adquirían cierto caudal y que por ellos el idioma no sólo se abría paso sino que navegaba con soltura. Dejé de pedir perdón. Al cabo de un cuarto de hora, desinhibido, marcando acentos, prácticamente arrellanado, le pedía a miss W. que me ofreciera primicias y no basura. Que no nos tratara -a mí o a la compañía que yo representaba- como clientes de segunda. Miss W. no dejó de sonreír ni un momento y, cuando me acompañó a la puerta, todavía sonreía.
Una vez en la calle lo primero que hice fue buscar una cabina para llamar a mi amigo. Seguía a merced de la corriente, que la euforia volvía cristalina, y en esta liquidez el paso cruzado de 214 individuos no me pareció un escollo sino un alisio. Con el teléfono en la mano, sin embargo, me di cuenta de que no sabía qué quería decirle. Pensé que debía preguntarle primero qué clase de contratiempo podía haberle retenido, cuando él sabía que para mí era tan importante que me ayudara con el idioma, pero dudaba con malicia -porque eso era ya lo que más me importaba- qué decirle después. Cualquier cosa, seguramente, que aplastase sus excusas.
'Esto era trabajo, ¿comprendes?': aquí había una idea, se me ocurrió, con posibilidades de efecto. Pero, como idea, era mala. Al fin y al cabo todo había ido bien: la cosa había funcionado, el idioma había surgido, yo había estado impecable. Y todo sin necesidad de él. Cuando colgué y recuperé mis monedas, sin que nadie me hubiera contestado, sabía ya que ésa era la buena idea.
Me había dicho que tenía el contestador estropeado; yo mismo le había visto intentar arreglarlo la tarde anterior, con un destornillador ridículo, precisamente mientras trazábamos el plan y acordábamos la hora y el lugar para la cita con miss W. Mi amigo vivía en una de las 1.670 celdas -con vistas a las otras- de un panal heroico de los años treinta, los apartamentos London Terrace, que ocupaban toda una manzana de la calle 23 Oeste, entre la Novena y la Décima avenidas. Tenía 34 calles por delante, ahora, si quería llegar allí desde mi parada telefónica en la 57. De camino habría otras cabinas, y tiempo, por supuesto, para que él volviera a casa, si tenía que volver, a seguir arreglando el contestador. Lo que significaba, para mí, tiempo para nuevas exigencias, nuevas réplicas.
Decidí bajar por la Octava y me hice mis 34 calles sin desfallecer. Seguía nadando en serotonina, el transmisor de recompensas, según la llamaba el médico, y el recuerdo de mi reciente desenvoltura, tanto como la expectativa de recordarla delante de él, me recompensaba. En el cruce con la 42, y en las dos manzanas sucias de la terminal de autobuses, fui consciente de una niebla violenta y larga; pero eso fue probablemente porque, apenas dos calles antes, le había vuelto a llamar y no lo había encontrado.
Dos calles más abajo repetí la operación; tampoco obtuve respuesta, pero la avenida se iluminó. Se había hecho de noche. El resto de la travesía hasta la 23 lo hice lanzado y con confianza, cantando, insensible a la oscuridad que, al doblar hacia la Novena, sin duda se impuso. Evité el acecho inabarcable de los apartamentos London Terrace concentrando la vista en la acera y en mis botas: gracias a esta astuta postura, el terrible edificio, convertido apenas en un zócalo, perdía sus dimensiones intimidantes, y las ideas se deslizaban por mi cabeza como por un tobogán de un parque acuático.
No me detuve hasta llegar al portal, donde esperé con cierta seguridad de verle aparecer. Necesité unos minutos para cerciorarme de que la seguridad era sólo esperanza; entonces me fui, en busca de un teléfono.
Un bar naranja No vi ninguno en aquel sombrío tramo de la 23 -por lo demás yo seguía mirando al suelo-, y volví a salir a la Octava. Pero allí, más que un teléfono, lo que encontré fue un bar. Era un bonito bar naranja en el que había estado con mi amigo la noche anterior; tenía grandes cristaleras con vistas a la calle y a sus fenómenos, que a aquellas horas aún no eran nocturnos pero se aproximaban. Entré y me senté junto al ventanal; pedí algo también naranja que el camarero me sirvió en un vaso ancho lleno de hielo, y entonces caí en la cuenta de que no era el mismo bar.
Me dio igual; creo incluso que me dije: mejor. Los fenómenos eran cada vez más agradables, y mis pensamientos también. La segunda copa fue a depositarse directamente en el centro del encéfalo, donde la oí gotear hasta formar una gran piscina. Cuando pagué, el camarero me acarició la cabeza; me volví para ver si tenía la mano húmeda.
Salí, pues, acariciado, sonriente, con nuevos recuerdos, y a los pocos pasos di con un teléfono frente a una tienda de comestibles con cajas de fruta en la acera y una tropa ociosa de tipos observando. Esta vez no fue como las demás: no hubo respuesta, pero, cuando fui a retirar las monedas, el maldito aparato no me las devolvió. Rabioso, hurgué con los dedos y topé con algo que parecía de plástico y daba bastante grima; tiré un poco, se oyó un ruidito y de pronto, como de una tragaperras, empezaron a salir monedas en cascada. Alguien había colocado aquel plástico a modo de tapón para obstruir el paso de las monedas, y ahora caían en mis manos desconcertadas no sólo las mías sino las de tres docenas de usuarios estafados.
Tuve otro subidón. Los tipos de la acera no dejaban de mirarme, pero yo estaba poseído por la codicia... al menos hasta que pensé que uno de ellos podía ser el autor del truco. Entonces huí, sin esperar el resto. De todos modos ya tenía los bolsillos repletos, y la piscina se desbordaba. Hice una última intentona en la negrísima esquina de la calle 14, delante de unos arbustos protegidos por una alambrada. No contestó. Allí mismo tomé un taxi.
Avanzada la noche, finalmente, nos vimos. Hubo explicaciones, 'malentendidos', pretextos, disculpas, perdón. Pagué todas las copas con monedas de 25 centavos. Yo insistí en que, tal como habían ido las cosas, no sólo no lo había necesitado, sino que, gracias a sus ausencias, ahora era prácticamente millonario. Él tuvo un repentino ataque de dolor de oídos. Ahora, años después, seguimos siendo buenos amigos. En cambio, ni miss W. ni su sucesora -pues ella lo dejó, o la echaron- me ofrecieron jamás una primicia.
Luis Magrinyà (Palma de Mallorca, 1960) es autor de Los dos Luises (Anagrama).
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