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Columna
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Los huesos y su cultivo

Uno de los atractivos del verano, además de la sombra, es la aparición desde el fondo secreto de la tierra de los huesos de extraños animales que poblaron el mundo de nuestros ancestros y de los útiles de piedra -cuchillos y punzones elementales- que éstos fabricaron para tajar la carne de su sustento. Mientras los automovilistas se destrozan el cráneo en las malas curvas, y hallan un tipo de paraíso definitivo diferente al edén provisional de los folletos de las agencias de viaje, en ciertos parajes propicios, como Orce, las tierras se abren y hombres en cuclillas, sudorosos y polvorientos, van desenterrando como papas nuevas piezas que formaron parte del esqueleto de seres monstruosos que sin embargo guardan un inquietante parecido de familia con nuestros animales domésticos.

De la misma manera que en el otoño, tras la lluvia, surgen de la tierra con una asombrosa puntualidad las setas de pino y las de cardocuco, en el verano, en lugares como la cuenca de Guadix-Baza, florece por ejemplo la preciada cadera de elefanta, la quijada del tigre de dientes de sable, la columna vertebral de antílope o el cráneo de un coyote cuyo nombre científico, cannis ciruscus, lo entreteje de tonos fantásticos.

Estos frutos, como el tomate, el calabacín y el pepino, son parte indiscutible de la agricultura veraniega. Yo conozco a algunos de sus pacientes recolectores: son gente sabia que como los buscadores de trufas siempre tienen la esperanza de encontrar un hueso humano: la gema de la creación. Jorge Luis Borges confesó que cuando escribió su manual de zoología fantástica desconocía que el número de animales reales era inmensamente superior al de los inventados. Posiblemente no tuvo en cuenta a las fieras y a los insectos extinguidos.

En las ciudades, donde los semáforos reinan sobre el asfalto y la escasa vegetación sobrevive en inhóspitas glorietas agobiada por la circulación y la temperatura achicharrante, también se nota la nostalgia del subsuelo. La red del alcantarillado y los cables subterráneos que moderan el orden urbano impiden el cultivo estival de los huesos. Pero las autoridades municipales, para amortiguar esa querencia general hacia lo oculto, ordenan a sus patrullas de obreros abrir numerosas zanjas para renovar las cañerías o para introducir nuevos cables de misteriosa utilidad.

Así el verano en las ciudades se caracteriza por una profusión de zanjas, trincheras y surcos que si bien impiden caminar con despreocupación satisfacen en cambio la curiosidad por el subsuelo. Eso sí, jamás encontraremos, como han encontrado los paleontólogos en Guadix una gazela borbónica, una raro antílope que vivió hace 1,8 millones de años y que hoy, por fin, después de tantos siglos, ha surgido para alcanzar una pasmosa actualidad monárquica.

(Quizá el agujero de Gescartera, por el que han caído obispos, huérfanos y militares. sea otra manifestación de esa nostalgia).

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