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Columna
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El taxi

Al contrario que con las plegarias, con las promesas sucede siempre que son desatendidas. Lo de las plegarias nos lo había advertido, tiempo ha, Teresita de Lisieux, aunque Truman Capote, irredento creyente, no volvió sus ojos en blanco hacía tan santas palabras hasta que ya era demasiado tarde, al menos para él: no pidas, no vaya a ser que se te conceda. En cuanto a las promesas, la cosa es mucho más simple, puro empirismo emisor: no prometas, que te comes la promesa; y, si no, al tiempo. O, también, mero empirismo receptor: no te dejes prometer, que esa promesa también te la comes; como hay Dios (el de las plegarias de santa Teresita de Lisieux).

Fui rigurosamente aleccionada en la niñez: se podía prometer, siempre bajo la ineludible condición de cumplir la promesa y supongo que porque la promesa sólo a uno mismo comprometía; pero no se podía jurar, supongo que porque, en el caso del juramento, andaba Dios (el de las plegarias) de por medio y en calidad de testigo. Y a Dios no se le puede comprometer, como es lógico. Así que fuimos creciendo a golpe de sofisma, primero, y a batacazo, después, de contradicción, porque no conozco una sola ocasión en que la promesa haya sido cumplida, ni siquiera cuando lo aparenta: para cuando se cumple, la promesa ha pasado ya a ser otra cosa, en el mejor de los casos; u otra promesa, simplemente.

Esto viene al caso de dos temas que yo me había jurado o prometido (el sofisma) a mí misma no tratar jamás en este espacio. Dos promesas o juramentos incumplidos. Aunque he de decir, en mi descargo, que los temas en sí son más bajos que la caída de mi compromiso. A saber: yo me había declarado (porque los juramentos o promesas a uno mismo son reflexivos), con la solemnidad propia del sofisma y la sobreactuación de la conciencia previa de que no te lo crees ni tú, que jamás, jamás, hablaría ni de las obras municipales madrileñas ni del gremio del taxi. Sin embargo, cómo ocultar que ya la semana pasada caí tan bajo que me metí en la zanja, y cómo justificar (ante mí misma, ante los hombres y, vaya usted a saber, quizás incluso ante el Dios de santa Teresita de Lisieux) que esta vez voy de cabeza al taxi. Pues no, no tengo justificación, que para algo fui educada en el sofisma. Así que, al grano.

Como esquemática introducción, baste recordar algunas de las características de algunos taxis madrileños, de todos conocidas: 1) el hedor, manifiesto en forma de peste a pies o a sudor reconcentrado (de varios días); 2) la emisión o emisora, en forma de José María García (pero..., ¿sigue vivo?) o de señorita que no para de ofrecer entrecortadas y remotas direcciones; 3) la ideología, mayormente facha y mitinera, ilustrada de tacos y herejías (¡santa Teresita!); 4) la frustración, compartida con el viajero en forma de frenazos y cambios de marcha sin solución de continuidad; 5) la tacañería, en forma de aire acondicionado apagado en pleno julio; 6) el asalto (se recomienda ser japonés para una mejor comprobación de este punto).

La sintomatología anteriormente expuesta no es más que una aproximación al cuadro psicopatológico que presentan algunos miembros del gremio que nos ocupa. Y a mí esos taxistas me dan mucha pena. Porque tendrían que estar convenientemente tratados en centros especiales, a cuerpo de rey, como merece todo enfermo, con la medicación adecuada y en manos de personal cualificado. Para eso pagamos nuestros impuestos. Pero como la psiquiatría, en este país, está como está, se da la paradoja de que algunos psicópatas nos conducen. A mi amigo Juan Carlos casi lo mata un taxista el otro día. El taxista pegó tal frenazo (sólo porque habíamos llegado a destino, lo juro o lo prometo) que mi amigo comentó: 'Uy, acabo de perder la memoria, se me quedó por ahí atrás'. A mí me hizo mucha gracia, pero al taxista le pareció tal insolencia que quería salir del taxi y pegarse con él. Si sale lo mata, porque el taxista era uno de esos enfermos que se hacen enormes, y mi amigo, a su lado, un alfeñique, un intelectual (perdona, Juan Carlos, pero es la verdad). La bestia se contuvo, pero menos mal que no se trataba de Juan Manuel R. R., que anteayer empotró contra un muro a otro gracioso que se le encaró.

Y prometo no volver a sacar el tema, lo juro.

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