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El nombre de la cosa

Hace poco tiempo que la presidenta del Consell de Mallorca, la señora Maria Antònia Munar, decretó una moratoria, hasta el año 2003, en la construcción de viviendas en la isla de Mallorca. La razón aducida es clara: en la isla no cabe más gente. No conozco ninguna opinión fundamentada o estudio que, públicamente, afirme lo contrario, que sí, que cabe más gente. Aumentar la ocupación de la isla, según la señora Munar, conduciría a una concentración residencial parecida a la de Hong Kong. Y esto es considerado indeseable, un futuro en el que nadie actual se supone quisiera vivir. ¿De veras? ¿Nadie? Sin embargo, Hong Kong existe y está lleno de gente. Llegar a hacer Hong Kong, en Mallorca, sería, sin duda, hacer mucho dinero. Los que lo hicieran podrían ocupar reducidos y fortificados paraísos de alivio en el interior de la isla o irse a vivir, para siempre, fuera. En cualquier caso, la señora Munar, espléndidamente, le ha puesto un nombre a lo que el aguerrido contingente de 'científicos sociales' -economistas, sociólogos, ecólogos- alude con vagarosas metáforas, tomadas en préstamo de otras disciplinas, como 'degradación', 'crecimiento', 'desarrollo', 'sostenibilidad', etcétera. El futuro sería, pues, visible y visitable, en Hong Kong.

La pausa prescrita en la construcción de viviendas debe entenderse también, o sobre todo, como un signo de que este futuro puede ser evitado, de que existen cautelas para esquivarlo, que la espantosa mezcla de riqueza y miseria inextricablemente enzarzadas no es un destino. La propuesta de la señora Munar está hecha, pues, desde la convicción de que el orden de las cosas es alterable y de que existen artificios políticos adecuados para interferir en la mecánica social que ha conducido a la presente situación y cambiarla. La moratoria pretende modificar indirectamente uno de los factores de que se compone el conflicto: espacio y población. Disminuyendo, con reglamentaciones políticas, la posibilidad de dar techo facilitaría la acción de un ingenio correctivo en el aumento, sobre todo por advenimiento, de la población. Dejo de lado todas las cuestiones técnicas que se producirían si, en efecto, la moratoria fuese eficaz. Igualmente, y con más pesar, eludo comentar que todo el conflicto se enmarca, furtivamente, dentro de la cuestión que hace tanto tiempo y con tanta elegancia fue planteada por Malthus sobre la difícil regulación del consumo que hace la especie de sus nutrientes. Pretendo sólo resaltar uno de los fondos de la cuestión. Si se admite que el futuro deseable -que no es Hong Kong- no puede llegar por sí solo a partir del presente tal y como está constituido y que se deben introducir factores de alteración para evitarlo y puesto que sólo la población y no la tierra, que es fija, puede ser objeto de acorde manipulación, deberán alguna vez hacerse visibles los criterios de importación, deportación o inmovilidad de personas.

Con prudencia, la primera aparición de medidas reguladoras se ciñe a la tierra, a su susceptibilidad de albergue doméstico. No es, sin embargo, aventurado predecir que si, llegada la hora, se debieran avanzar criterios selectivos sobre los factores animados que constituyen el problema, sobrevendrían tempestades atroces, llenas de rayos y truenos y mentiras. Todas las perversiones conceptuales, las iras emocionales y las perfidias éticas, bien visibles a lo largo del siglo pasado, se darían cita macabra en las pequeñas islas. Con la intención de contribuir a prevenirlo, y, sobre todo, con el deseo de no verlo, quisiera proponer para su consideración algunos elementos que pudieran usarse en la conformación de los criterios de deportación destinados a aliviar la carga poblacional. Debería entenderse que, en todo caso, la deportación debería ser discretamente aceptada por los afectados y generosamente subvencionada de acuerdo, esto último, con tiempo de residencia o comprobada raigambre ancestral. Por supuesto que los lugares de acogida continental -no forzosamente España- deberían ser consabidos y aprobados por los emigrantes. Bien. He aquí algunos de ellos, referidos, claro, a los mallorquines: los que fueran condes o pudieran llegar a serlo, los de Ariany que escribieron alguna vez novelas, los nacidos en el barrio de Sa Torre de Felanitx, los que hubieran vivido cerca de s'Escala d'es Sitjar, del mencionado pueblo, los que fueron antiguos socios del Atlétic de Balears, los que entre tal y cual fecha hubieran sido seminaristas o guías de turismo, los de apellido vagamente vizcaíno, los de Palma que tengan madres de pueblo o ibicencas, etcétera. La aleatoriedad de la selección dificultaría las consideraciones sobre hostilidad hacia ciertos colectivos. De hecho, incluso, se podría proponer que aquéllos con mayor raigambre, justamente por ella, tendrían manifiestamente más méritos para emigrar, puesto que habrían disfrutado de un mayor tiempo residencial en la isla y deberían avenirse a una justa sustitución generacional, a un relevo. Esto podría ser una solución a lo que es, a mi juicio, uno de los espectros más temibles de los que habitan en los fondos de aquello a lo que la señora Munar le ha puesto, con valentía, nombre. Pero la cosa tiene más nombres. Y, seguramente, es la responsabilidad de todos hacer que se elijan bien y se digan oportunamente. Pero si lo inevitable, en efecto, llega a ocurrir, estoy dispuesto a la subvencionada marcha puesto que he caído en uno de los grupos afectados por la selección tan al azar hecha.

Miquel Barceló es catedrático de Historia Medieval de la UAB.

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