Arbitraje en el aire
El laudo dictado ayer por el árbitro Federico Durán tiene como virtud inmediata la de poner fin al conflicto entre la dirección de Iberia y el sindicato de pilotos SEPLA, enfrentamiento crónico que ha producido huelgas, desplantes e incomodidades sin fin a los usuarios y, más allá, descrédito a la industria turística española, la primera fuente de ingresos de nuestra economía. En una primera aproximación, el dictamen del presidente en funciones del Consejo Económico y Social (CES) parece equitativo, aunque debe resultar difícil mediar con ecuanimidad en conflictos en los que los asalariados tienen ya garantizadas de inicio subidas del IPC real o consideran como un punto neurálgico de la negociación el número de estrellas de los hoteles en los que van a descansar y el tipo de desayuno que tienen derecho a consumir. Condiciones insólitas para el resto de los españoles que trabajan.
El aspecto más tranquilizador del laudo es el hecho de que configure una suerte de sistema de arbitraje y mediación permanente que puede resultar muy útil para establecer los fundamentos de la paz laboral que necesita prioritariamente la compañía aérea. Hasta ahora las relaciones perversas entre la dirección de la empresa y los pilotos consistían en que estos últimos respondían con huelgas -abiertas o de celo- a cualquier incuplimiento, real o ficticio, del convenio que había puesto fin a la huelga anterior. La creación de una comisión, compuesta por dos miembros de Iberia, dos del SEPLA y otro consensuado por las partes (y en el caso de que no hubiera acuerdo, por Federico Durán), puede ser un instrumento eficaz para anular la conflictividad esperable durante los próximos años. Aunque los riesgos no desaparecerán de forma total (la desconfianza entre los directivos y los pilotos es casi imposible de superar), al menos existirán los instrumentos para reducirlos.
En el ámbito salarial es precisamente en el que más se aprecia el carácter salomónico del laudo. El arbitraje parece haber consistido en tomar las propuestas de Iberia, por una parte, y las reivindicaciones de los pilotos, por otra, y partir la diferencia exactamente por la mitad. El avance más reseñable en este apartado es la elaboración de un complejo sistema de plazos y baremos para compensar la famosa cláusula 104: las reducciones salariales que admitieron los pilotos (y el resto de los empleados) en los tiempos de graves dificultades económicas de Iberia. Es evidente que un acuerdo en este punto, en el que el árbitro no ha admitido las propuestas del SEPLA de recibir inmediatamente la compensación, elimina una fuente permanente de conflictos entre la empresa y los pilotos.
Pero si el conflicto inmediato queda resuelto, al menos en apariencia, y la definición de una comisión de arbitraje es una herramienta muy sólida para tranquilizar a los accionistas y a los clientes, se mantiene la sensación de que la aceptación del arbitraje no es total, sobre todo por parte del SEPLA. Los indicios son evidentes, desde la denuncia legal del sistema de arbitraje que impuso el Gobierno hasta las reticencias con que los pilotos han recibido el laudo. Por más procedimientos que existan y aunque se eliminen las razones del enfrentamiento, si una de las dos partes no está de acuerdo con el sistema de arbitraje, acabará por encontrar el modo de boicotearlo.
Por esa razón sería conveniente que el SEPLA renunciara a su costumbre de aceptar las mejoras que obtiene de la empresa al mismo tiempo que provoca conflictos por las que no se le conceden, y considerara las ventajas naturales de una negociación arbitrada, en la que se ven satisfechas algunas aspiraciones y otras no. Un gesto convincente de que ha aceptado el laudo sería que renunciara públicamente a las actuaciones legales en contra del mismo y, desde luego, admitiera sin reticencias sus resultados. Los viajeros de Iberia, los inversores, los accionistas y los propios pilotos saldrían ganando.
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