Hermano Lovano
El gran Jaco Pastorius -recorde-mos, aquel bajista cuya dramática muerte le convirtió en leyenda instantánea- tenía seguidores hasta en Camerún. La prueba es que de allí procede el músico que abrió la quinta jornada del festival vitoriano. Richard Bona ofreció una equilibrada muestra de música bautizada con aguas dulces y saladas, tierna como una nana cuando llegaba prendida de su evocadora voz en falsete y nítidamente contemporánea cuando recorría el mástil de su bajo levantando una estimulante polvareda de ritmos elásticos y acuciantes. Bona arrancó en solitario, a modo de cantautor lúcido que apoya el mestizaje por vocación; luego se acercó a la estética Weather Report, pero teniendo buen cuidado de no endeudarse de por vida con un modelo tan absorbente. La audiencia quedó encantada con su propuesta sonora y no menos con el gracejo con que presentó a sus estupendos acompañantes.
The Art of Four pasó de puntillas por el escenario. La tibia aportación de James Williams (piano) y Donald Harrison (saxo alto) no resultó suficiente apoyo esta vez para que la nobleza grave de Ron Carter (contrabajo) y el atlético percutir de Billy Cobham (batería) impusieran su categoría. No obstante, alegró comprobar que este último, veterano paladín del jazz-rock, sigue perteneciendo a la brigada de cañoneros reales.
Joe Lovano es para muchos, sobre todo después de la muerte de Joe Henderson, el mejor saxo tenor del momento. Y ha llegado a la cumbre por méritos propios. En su noneto, dedicado a evocar el crisol de estilos jazzísticos típico de la histórica Calle 52 de Nueva York, reinó una disciplina tolerante que nunca ahogó la espontaneidad. Las orquestaciones, escritas por Willie Face Smith a partir de clásicos de Tadd Dameron (If you could see me now, Good bait), Charlie Parker (Charlie Chan) y Billy Strayhorn (Passion flower), entre otros, demostraron que la sencillez es el medio ideal para estimular la imaginación. Cierto que había partituras sobre los atriles pero, una vez cumplido el requisito de seguirlas, los músicos se tomaron el tiempo de improvisación como un recreo jubiloso, tan abierto al lucimiento individual como a la cooperación en equipo sin guión preestablecido. En la rueda de solos, estuvo particularmente febril Gary Smulyan (saxo barítono), pero todos contribuyeron con intervenciones de mérito. Lovano tocó a morir, henchido de técnica y expresividad, insaciable en su rastreo de soluciones originales. Verdadero demonio del tenor, el saxofonista enseñó cómo se iluminan repertorios añejos sin deslumbrarlos con ráfagas impertinentes de falsa modernidad.
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