Balcón de piedra
Asomado a su balcón municipal de la Casa de la Panadería, desde su despacho en tan privilegiada oficina, el escritor Luis Mateo Díez cuenta en treinta piezas leves y breves sus visiones de treinta años en la plaza Mayor. El balcón de piedra que da título al libro ha sido su garita de centinela, su puesto de vigía, un palco magnífico en ese gran teatro, primer escenario de la tragicomedia urbana de Madrid donde se representaron autos de fe, fiestas de toros y procesiones, hoy conciertos de música étnica, mercadillos tradicionales y ferias profanas. La plaza Mayor 'es una invención, pero no es un artificio', como le dice al autor el profesor Luelmo, uno de sus acompañantes habituales en sus rondas por el rectángulo áureo que se despliega alrededor de la estatua ecuestre de Felipe III. Una invención afortunada de Juan Gómez de Mora, reinventada tras contumaz incendio por su colega Villanueva.
Náufragos y arquitectos, mendigos y emisarios, amigos, transeúntes, libros y bichos en un inventario de pensamientos, encuentros y recuerdos con los que Luis Mateo Díez rinde tributo a la plaza que fue su paraje y su paisaje, su cobijo y su refugio. 'Puede que este libro sea una despedida a la que no me resigno', apunta en este cuaderno mínimo, páginas sueltas desgajadas de un diario que nunca fue escrito.
En Madrid, una antología para el viajero, compilada por Hugh Thomas, se cita el deslumbramiento que el político e historiador francés, el duque de Saint Simon, sufrió cuando se asomó por vez primera a uno de los balcones de la Casa de la Panadería en 1721 para ver la iluminación de la plaza con gruesos cirios de cera blanca. 'Al salir al balcón, la sorpresa me dejó mudo durante más de siete u ocho minutos', escribe el diplomático en sus memorias. La luz de la plaza no ciega la visión de Luis Mateo Díez, que se siente atraído más bien por ese 'modesto fulgor' que brilla en cada una de las piezas de este Balcón de piedra, destellos de una prosa íntima y evocadora.
El fulgor que atrae con su reclamo al escritor, la fascinación que ejerce este escenario barroco y atemporal... 'Sucede a veces en las mañanas otoñales, con las primeras luces que ya vaticinan el invierno. La plaza perdió el brillo del verano furioso y lo que queda es el fulgor de la escoria, la ceniza que enturbia el empedrado, un matiz abismal que remite a algo parecido a la profundidad marina'.
Fosforescencias; el náufrago, aferrado a un libro como tabla de salvación, que habita en las profundidades de los soportales; Andy Warhol embobado ante las boinas y los efectos militares de los escaparates de Casa Yustas, síntesis improvisada del kitsch ibérico y del pop aborigen, y el mismo papa de Roma, bendiciendo urbi et orbe en una visita sorpresiva y misteriosa.
Inquilinos y visitantes, fantasmas memoriosos, presencias y ausencias, la melancolía del dromedario, importado para hacer promoción turística de un archipiélago y atrapado en una tarde de lluvia con los adoquines destrozándole las pezuñas. El paseo triunfal y semanal de las carrozas de Exteriores, camino del Palacio Real al son de los clarines, el eco de un disparo o los rumores imposibles de ese mar subterráneo que inunda los cimientos de la urbe.
Treinta piezas y trescientos retratos al minuto coleccionados a lo largo de treinta años de observación que se iniciaron en el mes de abril de 1974, treinta instantáneas en claroscuro y al borde del abismo. 'No soy capaz de asomarme al balcón, tampoco logro esconderme del todo'; desde el umbral, el cronista esboza sus apuntes y teje una fina trama, un hilo sutil que enhebra los retazos de este libro de horas de la curtida plaza Mayor como la adjetivó Ramón Gómez de la Serna, otro cronista fascinado por el egregio marco.
A los balcones de la Casa de la Panadería se asomaron los reyes, nobles, embajadores y regidores: son las mejores localidades del gran teatro de la ciudad; apoyarse en sus balaustradas impone cierto respeto y no es fácil caer en la tentación, aunque se nos pase por la cabeza, de sacar medio cuerpo fuera y saludar a las masas o enjaretarles una arenga. Para evitar deslumbramientos y ahondar en sus sombras es mejor atisbar, como Luis Mateo Díez, desde tan magnífico apostadero.
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