Impuesto europeo
Como casi todas las ideas importantes surgidas en la Unión Europea (UE), la propuesta de crear un impuesto europeo con el que financiar directamente el presupuesto común ha saltado inicialmente a la palestra con un fracaso: su rechazo mayoritario en el Consejo de Ministros de Economía y Finanzas, el poderoso Ecofin. El sindicato de intereses nacionalistas, visiones de corto plazo y temores exacerbados a los costes electorales ha funcionado como un reloj, imponiéndose una vez más a una discusión profunda de futuro. Poco importa. Lo fundamental es que esta idea ha sido puesta finalmente sobre la mesa del Consejo tras largos años de trabajos en el Parlamento Europeo. La presidencia belga, apoyada por los países más integracionistas, se propone dar alas al proyecto.
¿Qué sentido y autonomía tendría la Europa política en construcción, con instituciones parlamentarias y ejecutivas, si careciese de mecanismos fiscales propios y directos? La razón democrática de un impuesto europeo no se agota ahí, sino que apela a la necesidad de que la ciudadanía identifique, individualice y asuma cuánto aporta y para qué. Ésa es la base en que se fundamenta la necesaria responsabilidad fiscal.
Pues bien, nada de esto funciona así en la Unión. El presupuesto común se nutre fundamentalmente de un porcentaje sobre la recaudación del IVA y de una aportación de cada Estado miembro en función de su PIB. De modo que los ciudadanos ignoran cuánto les cuesta Europa, tanto o más que cuánto les da, inmejorable fórmula para que se alejen o desinteresen de ella.
El establecimiento de una fiscalidad europea -basada en la imposición sobre la renta, sobre sociedades o sobre el consumo energético- tendría otras consecuencias positivas. La mayor, acabar con las batallas nacionales, que serían interminables en una Unión ampliada a 25 o 30 Estados, suscitadas en torno a cada nuevo paquete financiero plurianual, al situar la dialéctica fiscal no entre países contribuyentes y receptores netos, sino entre personas físicas o jurídicas más o menos prósperas, independientemente de su nacionalidad. Además, se conseguiría una mayor flexibilidad y transparencia para ajustar la financiación a unos gastos necesariamente cambiantes, como cambia la propia Unión. El techo presupuestario máximo del 1,27% del PIB de los miembros no es suficiente para afrontar las ambiciones de esta Unión Europea que pretende ampliarse geográficamente y hacer nuevas cosas en común.
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