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Columna
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Restricciones

Hace años, muchos años, los españoles pasamos por una serie de dificultades e inconvenientes. En la nebulosa de los tiempos quedaron las cartillas de racionamiento, los suministros clandestinos, el estraperlo, los fielatos municipales -fronteras a la entrada de las ciudades para recaudar impuestos- la censura de la prensa, la carencia de alimentos, el Estado confesional, la leche aguada y las restricciones eléctricas. En las zonas rurales y costeras la corriente eléctrica era insuficiente e irregular. Cuando caían cuatro gotas se iba la luz y no volvía mientras las condiciones meteorológicas no eran favorables. Las viviendas disponían de un utillaje variopinto de carburos, bujías, velas, faroles de petróleo y linternas de aceite.

Creíamos que estas expectativas habían cambiado y que, junto con la libertad y la democracia, habíamos conquistado la capacidad de encender la luz, disponer de agua caliente, contar con la nevera como un bien incuestionable, al tiempo que beber, lavar y guisar no volvería a ser una dificultad añadida para los ciudadanos, que veían estas metas conquistadas para siempre. Es verdad que las casas que construían nuestros antepasados disponían, en la medida de lo posible, de abundante iluminación, pozo -si el subsuelo lo permitía- o la simpática cisterna que exigía una cuidadosa higiene para evitar complicaciones.

Lo cierto es que los españoles tenemos el vicio de aceptar como mal menor cuanto ocurre en Estados Unidos. Si en la costa californiana falla el servicio eléctrico y los cortes de luz se convierten en habituales, no tenemos por qué alarmarnos. La Europa a la que pertenecemos se nos ha quedado pequeña, mientras la aventura hispanoamericana está, hoy por hoy, más cerca del funeral que de la boda con la 'madre patria'. De este modo, hermanados por la oscuridad de una sociedad que regresa a las tinieblas, somos cada día más cercanos a nuestros primos norteamericanos y nos parecemos a ellos al menos en que carecemos de luz.

Hasta ahora hemos asistido a una ceremonia mediática surrealista, en la que se nos avisaba sin pudor ni sonrojo que el verano de 2001 se iba a caracterizar por la cultura del apagón. Tampoco es tan grave, porque a todo se acostumbra uno. Cuando los españoles se hartaron de que el oligopolio del aceite de oliva subiera los precios sin límite, descubrieron las alternativas que provenían del girasol, el maíz y la soja. Mucho nos tememos que exista una desavenencia encubierta entre las administraciones públicas y las compañías eléctricas. No se comprende que se haya escogido el escenario de la costa mediterránea para representar este drama, que ya tiene un notable rechazo en la opinión pública. Además va a tener un elevado costo para el sector turístico y en los municipios que disfrutan de la afluencia de visitantes estivales como primordial fuente de ingresos.

Los más cautos tememos que junto con las restricciones eléctricas, el suministro de agua salada por potable y dulce, junto a la flagelación del turista, puedan aparecer síntomas de una sociedad primitiva, subdesarrollada y retrógrada, donde la pérdida de calidad de vida conduzca a comportamientos autoritarios e intolerantes. Las claridades de una sociedad avanzada son incompatibles con las penumbras de los apagones. ¿Para qué queremos el ordenador y el móvil sin un mal fluido eléctrico para hacerlos funcionar?

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