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ELÍAS AHÚJA | PLAZA MENOR
Columna
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Flores del campus de La Moncloa

Entre La Moncloa y los Cuatro Caminos, como un apéndice residencial de la Ciudad Universitaria, brotó, creció y se multiplicó una urbanización atípica, campo de concentración de colegios mayores, pensionados de toda confianza patrocinados y explotados por congregaciones religiosas, asociaciones y fundaciones patrióticas y organizaciones y organismos, patronatos y sindicatos nacidos un 18 de julio.

Los edificios colegiales y las dependencias universitarias se multiplican a lo largo y ancho de una pronunciada pendiente en las estribaciones de la avenida de Reina Victoria, que desemboca y se derrama en una encrucijada de apacibles y académicas calles afluentes que discurren entre los discretos y coquetos hoteles, chalés dirían hoy, de una colonia modelo de quietud, mínimo oasis, albergue de eruditos y poetas como Vicente Aleixandre, exiliado interior en su refugio de la calle de Velintonia, que cambió su nombre por el suyo, homenaje tardío e inoportuno, porque al laureado vate, como es de suponer, le intrigaba y fascinaba tan enigmática, excéntrica y sonora denominación.

Una pesada cruz de hormigón cuelga del vértice de una estructura de vigas con forma de pirámide, algo tan simbólico como antiestético

La quietud termina en la avenida de Juan XXIII, que por sus dimensiones, que no por su patrono, no se merece tal tratamiento. El paseo, dejémoslo así, comienza donde termina la calle de Isaac Peral y concluye en la desangelada glorieta de Elías Ahúja. El carácter de campus universitario de la zona desaparece con un colosal edificio que es como una cuña de afiladas aristas, enorme panal de incontables celdillas cuadriculadas sobre sus relucientes muros de piedra gris que se cruzan en arriesgados ángulos

Todo un contraste entre los chatos inmuebles rodeados de árboles sufridos, habituados al tormento de las chinchetas y los adhesivos, empapelados a diario por carteles que anuncian fiestas estudiantiles, conciertos o cursillos, conferencias y representaciones, clases a domicilio, fotocopias baratas o cedés a precio de saldo.

En la glorieta de don Elías, junto al imponente edificio agresor se pueden ver los muros de algún viejo hotelito resistente que reivindica su precaria intimidad tras sus tupidos setos y sus cipreses. Del otro lado, un sucio descampado, que ayer formaba parte de unas instalaciones deportivas, aguarda entre la incuria que le llegue la hora de transformarse en aulas o residencia de estudiantes.

El icono más característico de la plaza hasta que le creció su torre de Babel está a las puertas de un clásico entre los colegios de la zona. Una pesada cruz de hormigón cuelga del vértice de una estructura de vigas con forma de pirámide, algo tan simbólico como antiestético, un tipo de decoración que abunda todavía en estos internados que nacieron como campus de adoctrinamiento pedagógico, patriótico y moral, obra magna de las instituciones educativas del franquismo.

Pero lo que nació como ciudadela de Dios y de la patria, a medio camino entre el convento y el cuartel, pronto se desviaría de sus sagrados fines. A finales de los años sesenta, algunos colegios mayores habían relajado mucho su disciplina y sobre todo su orientación. La zona se estaba convirtiendo en un foco de lo que las autoridades llamaban actividades subversivas, tales como la proyección de tapadillo de una copia decrépita del Acorazado Potemkin, la actuación de un cantautor progre o las representaciones teatrales de Los Goliardos o El Tábano con obras malditas de Bertolt Brecht o de Antonin Artaud.

Entre la panoplia de santos mentores que comparten titularidad colegial con vírgenes y héroes, el más famoso y querido por los subversivos de la universidad era San Juan Evangelista; su colegio, familiarmente conocido como el Johnny, fue el primero y el más activo y fecundo en la organización de eventos culturales y musicales. Hoy casi es el único superviviente y se ha convertido en un moderno clásico, imprescindible punto de referencia en la historia y en la crónica diaria de la música en Madrid. El escenario del Johnny ha visto y sigue viendo pasar lo mejor de la música popular contemporánea en un amplio abanico que incluye el jazz, el flamenco, el blues, el rock o la canción. Una amalgama que hoy resulta normal, casi estándar, pero que cuando los audaces alumnos del colegio la iniciaron era una polémica novedad.

Otro colegio con solera que sigue en activo como centro de actividades educativas y culturales es el Chaminade, el otro clásico de la cartelera colegial. Entre el Johnny y el Chami siguen copando los tablones de anuncios como en los tiempos del gueto franquista.

El equivalente al San Juan en los colegios femeninos era el Isabel de España, que, pese a su imperial patronazgo, acogía en sus celdas a un puñado de activistas subversivas dispuestas a boicotear el sistema programando recitales de cantautores prohibidísimos. Los recitales en la clandestinidad tenían su morbo y acababan como el rosario de la aurora. Chicho Sánchez Ferlosio terminaba sus actuaciones acelerando el ritmo de esta copla: 'Un aviso a los cantores, / déjenlo para otro día, / porque veo que allí vienen / coches de la policía'. Y muchas veces venían...

En su época de esplendor, el cineclub, el teatro de vanguardia y la música popular estaban presentes en los salones de actos y auditorios de una veintena de colegios mayores que atraían a un público no solamente universitario. Lo que, a juicio de la policía política, agravaba el problema de la subversión. Hoy, la zona vuelve a replegarse en sí misma, los estudiantes estudian más y conspiran menos, y los policías ya no se meten en sus cosas.

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