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La democracia latina

La victoria de Berlusconi en las elecciones italianas, con todas sus connotaciones de incontrolada acumulación de poder, plantea serios interrogantes sobre el futuro de la democracia. Con ello no deseo referirme a las dimensiones más coyunturales que coinciden en su éxito, como puedan ser su programa liberal-populista, su alineamiento con el neofascismo xenófobo, su colusiva acumulación patrimonial o su control monopólico de los medios de comunicación. Sino que pretendo aludir a las inquietantes convergencias históricas que se insinúan entre las respectivas trayectorias del caso Berlusconi y otros liderazgos análogos, como pueda ser el de nuestro presidente Aznar, cuya insaciable ambición de poder parece impulsarles a recurrir a dudosos métodos de gobierno sólo comparables a la tradición de los caudillos latinoamericanos. En suma, si Berlusconi me preocupa es porque amenaza con instaurar un temible peronismo mediático, difundiéndolo por toda Europa como eficaz modelo a imitar.

¿Es realista mi temor? Cuando me siento optimista, me digo que no, pues, gracias a la alternancia de las mayorías electorales, la democracia pluralista contiene recursos suficientes como para revocar a los caudillos que se extralimitan, derribándolos del poder: y así sucedió, por ejemplo, con nuestro anterior presidente González. Además, aquí no podría suceder, pues nos hallamos en la refinada Europa cosmopolita, muy lejos de las bárbaras ex colonias americanas, todavía dominadas por el mismo populismo rampante que preside sus diversas repúblicas: y ello tanto en el rico norte anglosajón como en el sur pobre, criollo e indigenista. Pero cuando me vuelvo escéptico comprendo que de poco valen los prejuicios etnocéntricos, ante la evidencia europea de corrupción sin cuento, impuni-dad de los gobernantes y cínico abuso de poder. O mejor dicho, entonces comprendo que los prejuicios etnocéntricos influyen demasiado. Quiero decir que la calidad de la democracia no depende tanto del grado de desarrollo económico como del espacio cultural sobre el que se asienta.

Así se plantea la hipótesis culturalista, que hace depender los modelos de democracia de las fronteras culturales que los delimitan. El autor que más ha insistido en este punto es Huntington, quien sólo considera auténtica a la democracia instaurada por los protestantes, pues católicos, musulmanes y confucianos sólo podrían fundar democracias espurias, falsificadas o ficticias. Pero no hace falta ir tan lejos en el extremismo cultural, pues en ese mismo sentido, aunque con mucha mayor ecuanimidad, el argentino-estadounidense O'Donnell, quizás el más célebre estudioso de las transiciones a la democracia, también sostiene que existen dos tipos contrapuestos de institucionalización democrática: la plenamente consolidada, que sólo se daría en las democracias noroccidentales o protestantes más tempranamente instituidas, y la democracia delegativa, procedente de los regímenes autoritarios que se democratizaron en la segunda mitad del siglo XX, y que viene a coincidir con las áreas culturales latinas.

La democracia plena se caracteriza por el universalismo (seguridad jurídica, respeto a los derechos e igualdad ante la ley), por la separación entre lo público y lo privado, y por la accountability, o exigencia civil de responsabilidades a los gobernantes. Y frente a ello, la democracia latina exhibe rasgos opuestos. En vez de universalismo, particularismo: arbitrariedad jurídica, discriminación y parcialidad discrecional. En lugar de separación, colusión entre intereses públicos y privados: patrimonialización del poder, populismo clientelar y corrupción política. Y en ausencia de accountability, impunidad de los gobernantes, en quienes se delega toda responsabilidad consintiendo sus extralimitaciones sin control institucional ni separación de poderes independientes. Y para O'Donnell, esta democracia delegativa es típica tanto del área católica de Europa, que padeció a Mussolini, Salazar, Franco, Hitler o Pétain, y hoy tolera las extralimitaciones de Mitterrand, Craxi, González, Chirac, Aznar o Berlusconi, como del área latinoamericana, que también soportó legiones pretorianas plebiscitando a caudillos como Perón, Fujimori o Chávez.

Otros autores formulan juicios análogos. Diego Gambetta ha llamado a la cultura pública de raíz latina el imperio del ¡claro! (sic, en castellano), definiéndola como machismo discursivo porque impone la categórica obligación de negarse a rectificar, reconociendo las razones o los derechos del adversario. En esta misma línea, Varela Ortega denuncia que, para esta cultura política, 'el principio de responsabilidad se considera una afrenta, la fiscalización una impertinencia y la dimisión una vergüenza'. También Pérez Díaz ha lamentado la latina sumisión de la sociedad civil al paternalismo del poder, que interviene discrecionalmente los mercados y distorsiona la esfera pública tribalizando la formación de la opinión.

Pero quien mejor ha retratado la peculiar naturaleza de la democracia latina es Massimo La Torre en su artículo sobre la ideología italiana (Claves número 79), cuyos perversos rasgos también se pueden reconocer en las demás ideologías nacionales de herencia latina. Y entre sus características, además de las citadas (particularismo, ilegalidad, cinismo, impunidad, clientelismo, doble moral, populismo, corrupción, cesarismo, etcétera), aparece retratado avant la lettre el estilo mediático de Berlusconi, como paradigma representativo de toda el área latina: culto a la fortuna, teatralidad retórica, esteticismo formalista, escenografía pomposa.

¿De dónde procede todo este aire de familia, que emparenta e identifica a todas las democracias latinas? El historiador Paul Veyne, amigo y discípulo de Michel de Foucault, ha rastreado su peculiar genealogía del poder, haciéndola derivar de la institución romana del evergetismo. El evergeta es el magistrado que adquiere su autoridad pública como un donante magnánimo que regala al pueblo panem et circenses: subvenciones gratuitas que satisfacen los intereses materiales de los ciudadanos y juegos públicos que halagan el entusiasmo colectivo de los espectadores. Por eso, el César, antecesor prototípico del Berlusconi actual, ha de ser considerado el primer mecenas político del Estado, al que todos los ciudadanos le deben reconocimiento: tanto material o fiscal (vía pensiones públicas o recortes de impuestos) como espectacular o mediático (vía fútbol y televisión).

Y además, a este evergetismo originario se sobreañadieron después otras instituciones políticas que terminaron por definir para siempre la cultura pública de matriz latina. La primera de todas, contemporánea del panem et circenses, fue el clientelismo, que instituyó relaciones de reciprocidad asimétrica (do ut des) entre cada patricio de la oligarquía y su séquito o clientela de libertos que se colocaba bajo su protección dependiente. Este clientelismo político era individual y privado, a diferencia del evergetismo, que era público y colectivo, pero contribuyó, no menos que éste, a articular las relaciones de poder que atraviesan y dividen a la sociedad civil, colonizando y parasitando al Estado. De ahí que el clientelismo haya sobrevivido hasta llegar a nosotros intacto, tal y cómo Ernest Gellner y su escuela tuvieron ocasión de revelar. Y hoy en día, la doble faz de patronazgo y clientelismo constituye la verdadera estructura social de las democracias latinas, cimentando desde la penumbra su orden político (por parafrasear el título de la ya clásica compilación de Robles Egea).

Y a todo esto se vino a sobreañadir en el Barroco tanto la pompa cortesana, que adornaba la santa alianza entre el trono y el altar de sus católicas majestades (analizada por Norbert Elias, José Antonio Maravall o el mismo Paul Veyne), como el feroz familiarismo cruento que armó a la Mafia, precisamente alumbrada como efecto perverso de la dominación española sobre el mediodía italiano (según demuestran autores como Catanzaro o el propio Gambetta). Pues bien, estas cuatro instituciones políticas (evergetismo, clientelismo, pompa barroca y conspiración mafiosa) conforman la matriz histórica de la que procede el linaje de las democracias latinas. ¿Cómo sorprenderse, por tanto, de que, gracias a su inercia, Berlusconi haya logrado plebiscitar con éxito su mediático peronismo?

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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