El caso del toro asesinadito
En la octava corrida sanferminera hubo un caso y fue el del toro asesinadito. Tal cual ocurrió: salió un toro y lo asesinaron. No se deberían tomar a broma estas cosas. A un toro podrán lidiarlo y matarlo, porque así es la fiesta, pero no asesinarlo. Jesulín de Ubrique trató de impedirlo, pues iba de director de lidia y asumió sus responsabilidades, pero distinto es que le hicieran caso.
El toro, colorao por más señas, un tanto capirote si de matizar se trata, hacía segundo y se comportó bravucón. El pobre no engañaba a nadie y en la primera vara ya demostró su carácter. Se arrancó de un extremo a otro del redondel por el puro diámetro a galope tendido para embestir al caballo que estaba en la otra punta y al sentir la quemazón del hierro brincó dolorido y se puso a buen recaudo.
En los siguientes encuentros -unas veces en terrenos de sombra, otras en sol, lo mismo en chiqueros que en contraquerencia- le pegaron duro y ya iban cuatro varas cuando el presidente cambió el tercio. Sin embargo los picadores no se marchaban, a los peones los distraía una mosca que pasara, Finito se marcaba una de disimulo, todos parecían atacados de parálisis repentina mientras Jesulín intentaba poner orden; y con esas lograron consumar el asesinato del toro metiéndole vara alevosa las dos veces que se le ocurrió acercarse a los caballos.
Acabó moribundo el animal y Finito (así cualquiera) le componía farruco figuras pintureras sin cuajar pase completo alguno. Y menos mal que la mayoría de la plaza -unos cantando, otros libando, otros mirando a las musarañas- no se apercibió de lo acaecido ya que podría haberse armado la de Dios.
No es que Dios se desentendiera o que tuviese la fiesta dejada de la mano. Antes al contrario mandó de inspección a San Fermín, como convenía dados el lugar y la fecha. Y se apareció en un tendido de sol cuando terminaba Finito de Córdoba su otra faena, no se sabe si para bendecirla o para excomulgarla.
Estas cosas siempre son discutibles y acaban levantando polémica. Finito de Córdoba dio un millón de pases, ninguno en divina forma, lo que se supone dolería al santo y a la corte celestial, por discriminatorio. En realidad estuvo hecho un insoportable e inagotable pegapases con aquel torete flojucho y conformista que le correspondió. Y cuando lo mató de mandoble trasero, algunos espectadores le dedicaron unos aplausos de cortesía. Ahora bien, acaeció que otra parte de la plaza ovacionó a San Fermín al advertir su presencia y, al oírlo, se apropió Finito el homenaje y salió a los medios a saludar montera en mano.
No se vea cómo iba San Fermín. No le faltaba detalle, ni el báculo, ni la tiara, ni la capa pontifical seguramente cortada y bordada en Amiens. Y según iba, se mezcló con los mozos de las peñas, que no lo ducharon con sangría ni lo rebozaron en harina según suele acontecer por aquellos pagos.
Había toreado Jesulín con mucha insistencia de pico y fuera cacho a sendos toros de acreditada nobleza, en tanto el público seguía dedicado a sus meriendas y sus bajativos, según. La primera faena de El Califa, torpona y desacoplada con un toro encastado, transcurrió igual. En cambio la segunda, a un inválido, levantó pasiones a pesar del tosco gusto interpretativo, pues el diestro de Xàtiva se arrimaba, ciñó derechazos y naturales, perpetró manoletinas, se hincó de rodillas tirando los trastos, y ante semejante temeridad, al sorprendido público de poco le da un yuyu. Pudo haber entonces puerta grande mas El Califa mató mal y ni siquiera dio la vuelta al ruedo.
Nadie dio la vuelta al ruedo, ni con el toro sano ni con el toro asesinadito. Y hubo de ser San Fermín el que la diera, revestido de pontifical. En loor de santidad, naturalmente.
Babelia
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