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Las reglas del juego

Pablo Salvador Coderch

El juego del golf, escribió Mark Twain, es un buen paseo echado a perder. El paseo en sí viene a costar unas 500 calorías, lo mismo que una hamburguesa mediana. Luego hay que jugar, que no es fácil, pero el pleito que hoy les cuento se ciñó exclusivamente al paseo y a su papel en las reglas del juego del golf. Sólo por ello me permito seguir escribiendo.

Casey Martin, el demandante en el pleito, era un jugador profesional doblemente extraordinario, tanto por su habilidad en el juego como por su insistencia en hacerlo aunque padece el síndrome de Klippel-Trenaunay-Weber, un trastorno circulatorio progresivo y muy doloroso que le afecta gravemente en la pierna derecha. Cuando Martin comprobó que ya no podía caminar los ocho o nueve kilómetros de un campo de golf de 18 agujeros sin riesgos graves de sufrir una hemorragia, formación de trombos, fractura de tibia y amputación de la pierna, pidió a los organizadores de unas series eliminatorias muy conocidas que le permitieran usar un cochecito. Aquéllos se negaron en redondo: el golf, adujeron, hay que caminarlo y el paseo forma parte de las reglas.

¿Hasta qué punto puede un Estado democrático reformar las reglas de un juego practicado por personas adultas sin daño de terceros?

Martin no se arredró, acudió a los tribunales y demandó a los organizadores alegando que le discriminaban ilegalmente por su disminución física. Hace unos días, el Tribunal Supremo Federal de Estados Unidos le dio la razón y, en adelante, Casey Martin podrá usar un cochecito para jugar al golf (PGA Tour, Inc. v. Casey Martin. http://supct.law.cornell.edu/supct/html/00-24.ZO.html).

El final feliz de esta historia norteamericana estaba cantado para cualquier abogado hecho al oficio de defender causas amables: la indómita fuerza de voluntad del demandante, la adicción de 25 millones de estadounidenses al juego del golf, la edad provecta de muchos de ellos y, en particular, la de bastantes magistrados del Tribunal Supremo federal -el ponente de la sentencia tiene más de 80 años-, son algunas de las poderosas razones que militaban a favor de Casey Martin.

Los magistrados hubieron de entrar en la cuestión de si la exigencia de caminar es o no esencial al juego del golf. Aunque los organizadores del torneo opusieron el testimonio legendario de Jack Nicklaus -'bueno, en mi opinión, la buena forma física y la fatiga son parte del juego'-, la mayoría no dudó en amparar a un héroe norteamericano: permitir el uso de un cochecito a un jugador enfermo que apenas puede caminar, dijeron, no equivale a doblar el diámetro de los agujeros del campo. De hecho, añadieron, el recurso a ayudantes y vehículos diversos es tradicional en la práctica del juego del golf: el jugador, por ejemplo, no debe cargar con los palos de golf por la misma razón que el tenista no tiene por qué recoger las pelotas que pierde. Se trata de aspectos en absoluto esenciales para definir estos juegos. Sin embargo, una minoría implacable de jueces opuso que todas las reglas de los juegos deportivos deben estar sujetas a la decisión de los jueces y tribunales ordinarios.

Desde luego, no parece deseable que a partir de este caso se aplique sin más un criterio general universalmente aceptable, pues sugerir que en adelante los jueces reescriban sistemáticamente las reglas de cualquier juego deportivo no sería una buena idea: ningún juego es mucho más que la suma de sus arbitrarias reglas. Y precisamente porque son tales, admiramos a quienes, a un tiempo, consiguen respetarlas y dominarlas con la descarada facilidad que caracteriza a los Tiger Woods de este mundo. Por supuesto, todo juego competitivo tiene un punto innegado de crueldad, y de ahí la inquietante seriedad con que bastantes pedagogos reivindican su destierro de los centros escolares. Pero los reglamentos de los juegos de esta índole están pensados para que sus practicantes luzcan sus diferencias de habilidad. Así, pues, adecuar las reglas a las condiciones físicas o de otro orden de cada cual arruinaría toda posibilidad de comparación, aunque la distinción de jugadores por categorías es de rigor en el juego del golf y en este caso la solución judicial fuera materialmente justa.

Sin embargo, ¿hasta qué punto puede un Estado democrático reformar las reglas de un juego libremente practicado por personas adultas sin daño de terceros? En esta ocasión, la respuesta ha sido escolástica y consiguientemente oscura: la intervención es posible, han dicho los jueces, si no afecta a las reglas esenciales del juego y se lleva a cabo en razón de un interés legítimo, como evitar la discriminación. Pero esto, más que una sentencia, parece un oráculo: a lo que se me alcanza, los jueces carecen de un sentido específicamente desarrollado para captar esencias. En cambio, pueden intentar prever que la buena voluntad de la mayoría de los practicantes y espectadores de un juego aceptará fácilmente el cambio que introducen. Si aciertan, el juego del golf sobrevivirá. Apuesto por ello.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universitat Pompeu Fabra.

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