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Columna
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Turistear

Todos somos turistas, aunque nos mortifique la imputación, que ha perdido su empaque original. El vocablo y el concepto son ingleses y significan la afición a viajar por placer. Luego empezó a deteriorarse el sentido y se definió al turista como el vagabundo con dinero que conservaba el albedrío de tomar el tole cuando le viniera en gana, a favor o en contra del viento y la marca. Aquel trotamundos errático evitaba los centros habitados, esquivaba pueblos, aldeas, ciudades y centros superpoblados. Buscaba lo excéntrico y cada uno teníase por explorador de lo desconocido, que otra interpretación carece de fundamento. Como corresponde, primero fueron los británicos, esa gente harta de las tupidas praderas, los frondosos bosques, los hinchados ríos, un mundo verde bajo un cielo plomizo y lluvioso. Se encasquetaban el salacot en busca de la palmera solitaria, el mar de dunas, la tormenta de arena. Claro que, de paso, encontraban paraísos desdeñados por la población indígena, descubrían las calas baleares y paseaban las rollizas pantorrillas por los desiertos litorales mediterráneos.

Aquel turista singular, enhebrado por las oficinas del Lloyd, ha desaparecido, pluralizado en lo que los operadores turísticos llaman 'paquetes'. Viajar -salvo por tierras fundamentalistas y peligrosas- ha dejado de ser una aventura, a la que, de vez en cuando, aparece el ingrediente espolvoreado por los pilotos, los controladores aéreos, los maquinistas del tren, los conductores de autobuses y, en determinadas épocas, los agricultores franceses, poseídos por el frenesí de volear camiones españoles cargados con fresas o melocotones, que taponan el paso fronterizo a los automóviles particulares.

Junto a las plurales ofertas, los condicionamientos escritos con letra pequeña. Aún recordamos, los viejos, aquella división ferroviaria que iba desde los coches-cama forrados de caoba, a los vagones de primera, segunda y tercera clase. Quizá ahora sean más numerosas las diferencias, bajo mayores sutilezas. Se han inventado las tarifas mini, los precios sénior, los días azules, el descuento juvenil y el de la tercera edad. Asombra que haya quienes se atengan a las tarifas ordinarias. La distancia más barata entre dos puntos no está en función de su lejanía, cuando se trata de medidas aéreas. Ahora mismo cuesta menos ir a Johannesburgo que a Zúrich y nuestra ex Iberia mantiene precios desproporcionados para idénticos trayectos.

No es la diferencia de clase, que en rutas largas son de consideración, abismal entre la gran class, la bussiness class, y la mera turística. Un viaje a México o a Buenos Aires puede ser placentero cuando la comida es buena, el champán, un generoso aperitivo, el vino excelente y el descanso asegurado en asientos que se transforman en camas confortables. O un martirio en las apretadas filas donde el codo del vecino martiriza nuestro costado.

Hay otras discriminaciones: 'Ida y regreso en fecha fija, cerrada y sin posible modificación'. 'Indispensable pasar un sábado y un domingo en destino'. 'Bajo concepto alguno se reembolsa el importe'. Dan la impresión de que incitan al presunto turista a ponderar que, como en casa, en ninguna parte. Ni en el cielo.

En esta crónica de refilón cabe una añeja anécdota personal: provisto del boleto más barato, con fecha inamovible y demás requisitos, coincidí en el aeropuerto con un rumboso pariente que viajaba en primera clase. Preguntó a la empleada del mostrador si quedaban plazas en aquella categoría, pues estaba dispuesto a pagar la diferencia y disfrutar del aleatorio placer de mi compañía. Quedaban varios asientos libres al cerrar el vuelo y tendí mi apocado ticket, que fue curioseado con negligente aversión y fastidio. 'Nada que hacer; con este billete no se puede cambiar de clase', dictaminó. Me sentí como un leproso en la corte del rey Arturo, privado de aquel providencial privilegio; tuve de vecino a un menor que no cesó de moverse y volcó su vaso de naranjada en mis pantalones. En los traqueteantes vagones de tercera se compartía la tortilla de patata, el filete empanado y el trago de bota. Los niños viajaban muy poco y solían estarse quietos. Hoy no somos viajeros, sino turistas cuyos pasajes parecen sentencias firmes, sin remisión. No obstante, cuando llegan estas fechas, nos lanzamos, como enajenados, hacia otros lugares que quizá estarían mejor sin nosotros.

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