Tras el triángulo rojo
Desde el sofá... se pasa más miedo, debería titularse esta sección. Y lo que nos queda por pasar si, como reza la tradición, esta primera semana de Tour sigue consagrada como coto privado para los reyes de la velocidad.
Terreno de caza para esos hombres (¿animal racional?) que encienden su instinto cuando aparece a la vista el temido triángulo rojo. Una señal que, más que los últimos mil metros, simboliza la frontera entre el caos y el orden, entre la ley y la anarquía. Lugar en el que los sprinters son obligados a portar en su bicicleta un mecanismo inútil, superfluo, más bien absurdo, una incongruencia llamada freno. Algo que sirve, les han dicho, para parar la bicicleta. Algo que nunca, en ninguna circunstancia, deberán tocar, so pena de quedar expulsados de ese selecto grupo, de esa reducida élite que sólo piensa en ganar, en ir todavía más rápido, en apartar a codazos al que se le ponga por delante, en coger la rueda buena, en calcular el desarrollo, la distancia, en pegar el golpe de riñón... en todo, pero nunca en frenar. Nunca. Esa es la prueba de fuego que todos han de pasar, esa es su particular comunión.Deben encontrarse aquí, en el Tour, no en cualquier otra carrera donde la clave, a veces, es tan sólo la velocidad. Aquí no, aquí la lucha, además de ésa, es otra. Es salir airoso del atolladero, del tumulto, del embotellamiento, y una vez alcanzado el hueco, una vez conseguido el pasillo del sprint, concentrarse en desarrollar toda la potencia sobre las bielas.
De ahí el peligro que nosotros, el resto, representamos para ellos. Porque el miedo existe en nuestro diccionario, porque el freno también. Porque nosotros, herejes, no dudamos a la hora de cometer el sacrilegio. Y así nos va.
Pedro Horrillo es corredor del Mapei.
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