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El gobierno de las universidades públicas

Acercarse a la reforma universitaria desde una perspectiva totalizadora, tratando de recomponer un completo rompecabezas mediante un texto legal único, es un intento inútil. Lo práctico sería, más bien, identificar una variable clave y dejar que las diversas administraciones autonómicas competentes en esta materia y las propias universidades, amparadas en su autonomía, hagan su trabajo experimentador y de fomento de la competitividad.

A nuestro juicio, la variable clave es el gobierno de la universidad. Es cierto que otras variables, como la financiación o la endogamia, podrían considerarse como claves, pero creemos que éstas podrían encauzarse correctamente al socaire de un buen gobierno universitario. Si se tiene en cuenta que la mayoría de las reacciones al proyecto de la nueva Ley Universitaria subrayan este asunto del gobierno, no parece que nuestra propuesta esté fuera de lugar. Las pocas voces que se han escuchado desde las administraciones autonómicas han denunciado la intromisión del proyecto de ley en sus competencias exclusivas. Los Consejos Sociales, con un deseo admirable de ayudar, han pedido (y obtenido en el anteproyecto) una ampliación de sus competencias y una mejor definición de su cometido. La CRUE (Conferencia de Rectores de Universidades Españolas), que cuenta, con todo el poso del Informe Universidad 2000, o informe Bricall, ha preferido no hacer uso de él y centrar sus críticas al primer borrador del proyecto de ley en esta materia del gobierno de la universidad, expresando su resentimiento ante la propuesta de que en el Consejo de Gobierno haya un 'tercio externo', que interpretan como una posible injerencia en la autonomía universitaria, injerencia que confundiría, según ellos, el gobierno de la Universidad con el control económico, propio del Consejo Social. Y, finalmente, el escrito de 300 catedráticos y titulares encabezados por Gabriel Tortella, catedrático de Historia Económica, critica al ministerio por timorato y ofrece una sugerencia detallada para poner en marcha el gobierno de los mejores, es decir, un gobierno en el que sus diferentes órganos, unipersonales o colectivos, estén copados por los profesores que hayan demostrado una mayor y continuada excelencia académica.

Nuestra estrategia en este breve artículo consiste en criticar la iniciativa Tortella y la protesta rectoral y proponer, como aportación al debate sobre la nueva Ley Universitaria, que las comunidades autónomas y las universidades, en el uso de su autonomía respectiva, experimenten nuevas formas de gobierno que den entrada a personas externas al mundo académico.

La iniciativa Tortella propone que 'el mérito sea la base del gobierno de la Universidad'. (EL PAÍS, 9 de junio). Es difícil poner alguna objeción a la conveniencia de implicar a los profesores que posean el mayor nivel de excelencia en el gobierno de la institución universitaria, ya que es un hecho que la calidad de la Universidad depende, en buena parte, de la de su profesorado y que en éste radica la fuente de innovación y renovación. Sin embargo, paradójicamente, los individuos inteligentes no siempre generan organizaciones inteligentes. Betty Zucker, especialista en gestión del conocimiento, advierte claramente que 'las universidades son aglomeraciones de personas lúcidas, pero no son ejemplos de lucidez colectiva', y añade contundente que, 'debido a la falta de circulación de conocimientos, la Universidad como totalidad no es inteligente'. Esta afirmación pone de manifiesto que, en organizaciones como las universidades, donde el conocimiento es la principal materia prima, la inteligencia organizativa ha de ocupar un lugar protagonista. En otras palabras, la meritocracia no es condición suficiente para la mejora significativa del gobierno de las universidades.

A nuestro juicio, el gobierno de los mejores ni tan siquiera es necesario. Lo que realmente necesitan las universidades públicas es constituirse en verdaderas organizaciones inteligentes, capaces de gestionar el trabajo creativo de la comunidad académica y hacerlo en el contexto de una estrategia clara, bien definida y participativa, que optimice la capacidad competitiva de cada una de ellas. Nuestra previsión es que, si esto se consigue, los mejores profesores y los investigadores más cualificados podrían dedicar más tiempo y atención a aquello en lo que destacan y aceptarían, con menos reticencias que hoy, colaborar en aquellas tareas organizativas donde su ayuda pudiera resultar de utilidad. En este punto la reacción de la CRUE es especialmente decepcionante. Jugar con la participación de la sociedad en el Consejo de Gobierno como moneda de cambio a utilizar en la negociación con el ministerio e involucrar en ese juego el derecho constitucional a la autonomía es no entender el problema y revestirse de grandes principios para justificar la miopía propia. Esta reacción plantea serios interrogantes sobre las verdaderas intenciones de los rectores y una cierta sensación de que pueden primar intereses corporativos y pereza institucional más que el genuino deseo de renovación.

Frente a la meritocracia no necesaria, y frente a la sospecha de corporativismo, nosotros pensamos que el futuro de las universidades públicas españolas pasa por la reforma de su arquitectura institucional, que dé paso a la posibilidad de crear un ambiente en el que, por una parte, se optimice la producción de bienes intelectuales y, por otra, se preste especial atención a obtener los beneficios asociados al indiscutible valor potencial de los mismos. Pero, para conseguir esta forma de organización inteligente, nos parece absolutamente necesario que haya una amplia presencia de la sociedad en el ámbito universitario. Es bien cierto que la experiencia general de los consejos sociales no supone una inyección de optimismo, ya que la labor por ellos realizada se ha limitado, en la mayoría de los casos, a una mínima supervisión económica, condicionada habitualmente por acuerdos previos de los órganos académicos con los responsables políticos, que son los que nombran a los miembros no académicos de los consejos sociales. Este galimatías persistirá aunque se les asignen más funciones, tal como hace el anteproyecto, a menos que se plantee la necesidad de tomarse en serio, no tanto el control o la supervisión, sino el gobierno de la Universidad. Sería una experiencia de gran calado que un tercio de los miembros del Consejo de Gobierno pudiera estar formado por personas que hayan demostrado sus conocimientos en la gestión empresarial de actividades creativas. En este sentido, y como ejemplo, nos parecería más pertinente un productor de cine que un miembro del Consejo Social nombrado por razones de equilibrio político por el correspondiente legislativo autónomo. No es necesario que estos miembros del Consejo de Gobierno sean miembros del Consejo Social o dependan de él, ni tampoco es necesario que se les considere miembros de la comunidad universitaria. Sí creemos necesario que a este 'tercio externo' se les nombre y se les incentive con estrictos criterios profesionales y se les encomiende la organización y supervisión de la gestión general, las relaciones con el entorno, la administración de las finanzas y, sobre todo, los procesos de puesta en valor de la producción intelectual universitaria.

Es claro que cualquier iniciativa a este respecto debería ser totalmente respetuosa con la autonomía universitaria, de manera que sea cada universidad la que, dentro del marco que le proporcione la Ley Universitaria, defina la forma más útil para aprovecharse de las ventajas de poder decidir sobre su propia estructura organizativa. Creemos que el peligro de que todas las universidades se confabulen para cerrar la puerta al aire fresco de una organización inteligente propiciada por la iniciativa social es prácticamente inexistente. Desaparecería totalmente en cuanto la primera universidad pública se decidiera a lanzarse por el camino que aquí apuntamos. La competencia entre ellas contagiaría a las demás y, de esta forma, la organización interna se convertiría en una verdadera variable competitiva.

Puesto que pensamos que lo esencial es que se abran cauces para que las universidades puedan competir entre sí, es crucial abrir el gobierno de las instituciones universitarias a la sociedad civil. A este fin, nos gustaría resaltar la importancia de que cada comunidad autónoma se aproveche de sus centros universitarios ofreciéndoles incentivos para ser competitivos. Y para conseguir esto no hace falta hacer nada. Hace falta dejar de hacer y dejar hacer. Es preferible no ser reglamentista en el 'tercio social' y recordar a quienes corresponda, comunidades autónomas y universidades, que éstas pueden llegar a ser rentables, que, si lo son, atraerán a los mejores y que, con la ayuda de éstos, empezarán a cumplir con sus verdaderos objetivos de calidad en la enseñanza y la investigación.

Juan Urrutia y Aurelia Modrego son ex presidente y ex secretaria del Consejo Social de la Universidad Carlos III de Madrid.

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