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Columna
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La quiebra de Berlín

Indagaciones sobre financiación ilegal del Partido Cristianodemócrata pusieron de manifiesto en marzo un descubierto de cerca de 3.000 millones de euros en el Berliner Bank, la institución bancaria del land Berlín, que incluye a la poderosa Caja de Ahorros. Nadie duda que al final será el Estado, es decir, los contribuyentes, el que pague el desaguisado. Lo extraño es que en un momento en que no se habla más que de privatizaciones se mantenga en sordina la discusión sobre el sentido que en nuestro tiempo pueda tener una banca pública vinculada a las autonomías y ayuntamientos, pese a que cada vez está más claro el afán de los partidos por aprovecharse de estos institutos de crédito para financiarse y de paso servir a los amigos.

La sombra de la corrupción se extiende por Alemania. En una entrevista en Die Zeit, monsieur Le Floch-Pringent, ex jefe omnipoderoso de la empresa pública Elf, condenado a tres años y medio de cárcel, decía que mientras creyó que Alemania era incorruptible su compañía no pudo hacer negocios en este país. Las cosas cambiaron cuando aplicó los mismos procedimientos que habían dado tan buenos resultados en África: untando a los políticos hasta consiguió comprar Leuna, la mayor refinería de la antigua RDA. Que el motor de la economía europea pueda calificarse de país 'africano' debería preocupar no sólo a los alemanes.

La situación de quiebra técnica del Berliner Bank ha sido la chispa que ha desencadenado la crisis, aunque su verdadera causa esté en la deuda enorme, unos 60.000 millones de euros, que arrastra la ciudad. Berlín recibe una avalancha de turistas que admiran las construcciones del nuevo centro, así como la vitalidad de la vida social y cultural, pero detrás de las fachadas de los faraónicos edificios públicos o de la arquitectura más novedosa, se trasluce la miseria económica de una ciudad que ha vivido de las subvenciones, una droga de la que es muy difícil descolgarse. Once años después de la reunificación, el aspecto de la ciudad ha cambiado por completo, pero los habitantes del este y del oeste siguen sintiéndose diferentes; sólo les une la aspiración a seguir viviendo a cuenta del erario.

Ha saltado por los aires la coalición cristiano-socialdemócrata que ha gestionado la crisis permanente de la ciudad durante los últimos 10 años. Ahora bien, descabalgar al alcalde, Eberhard Diepgen, supuso que el SPD contase con el respaldo del Partido del Socialismo Democrático (PDS), el antiguo partido comunista de la RDA. En efecto, cualquier intento creíble de salir de la crisis -los cristianodemócratas se hunden en la corrupción, el desprestigio y la incapacidad de renovarse- implica una participación en el gobierno de la ciudad del PDS, que en las últimas elecciones significó el 39,5% del voto de Berlín oriental, pero sólo el 4,2% del voto occidental. Para las elecciones del próximo otoño, el PDS ha nombrado candidato a Gregor Gysi, uno de los políticos más inteligentes y populares de Berlín. El pavor de los partidos establecidos no es sólo a que el PDS pudiera ganar las elecciones, sino sobre todo a que desde el Gobierno aplicase un programa estricto de control del gasto, lo que asentaría su permanencia en el poder, a la vez que mejoraría la posición del partido en otras partes.

Que la izquierda socialista acabase con un sector público corrupto, no sólo sería la prueba de que había aprendido la lección del último siglo, sino que quedaría con las manos libres para hacer una política social adaptada a los nuevos tiempos sobre una base económica sólida. Además, el que en Berlín gobernase el primer partido de la Alemania Oriental supondría un factor decisivo de integración. A la larga la fusión de los dos Estados, si es que se consuma, ha de traer consigo modificaciones importantes en el sistema de partidos. Pese a los esfuerzos para que con la unificación nada cambie en Alemania Occidental, el actual desequilibrio - nada ha cambiado en el oeste y todo en el este- no va a poder prolongarse por más tiempo.

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