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LA CRÓNICA
Columna
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Sin Hemingway y sin Gimferrer

Fue una fiesta de fin de curso con una excusa excelente. Seix Barral quiso celebrar en el mar la reedición de dos libros de Ernest Hemingway, París era una fiesta y Al otro lado del río y entre los árboles, el día en que se cumplía el 40º aniversario del suicidio del escritor norteamericano (el 2 de julio de 1961). La editorial fletó el Constancia, un barco de dudoso pasado pero perfecto para los jolgorios, que suele estar atracado en el Moll d'Espanya, en el Port Vell. Editores, libreros, escritores, agentes literarias, amigos y periodistas acudieron a la cita. Barra libre ya antes de embarcar y la divertida sensación de una pequeña escapada sin más obligación que la de divertirse. La escenificación fue perfecta. Después de un día de horrible calor y bochorno en Barcelona, la liberación en el mar. Guapos marineros soltaron amarras al anochecer, alguien se sacó del bolsillo un compacto de Mozart para sustituir la música pachanguera y, para que todo fuera redondo, el capitán llevaba el tradicional parche negro en un ojo, y así salimos del puerto.

A Hemingway le machacaron. Si no le llamaron fantasma, faltó poco e incluso su literatura fue puesta en tela de juicio por los ortodoxos

En el muelle se quedó Pere Gimferrer, lo mejor de la puesta en escena. Charló con todo el mundo antes de embarcar, se embarcó, se hizo las fotos y bajó como una centella momentos antes de que zarpase el barco. Todo los fotógrafos giraron con la misma velocidad hacia la figura solitaria, vestida de riguroso oscuro, que saludaba a los excursionistas con seriedad. 'El Gimfe es lo más de lo más, él si que sabe chupar cámara', fue el comentario unánime. Y la verdad es que los invitados olvidaron copas y canapés para no perderse los adioses. Sólo faltaron pañuelos agitados al viento, inexistente, en señal de despedida.

Parecía que la excursión iba a durar toda la noche, pero no. Javier Tomeo se emperró en que como mínimo íbamos a llegar a Castelldefels, pero no. Salimos de la bocana, dimos una vueltita y volvimos. Fue como un suspiro, quizá porque el personal se lo pasó muy bien. Jordi Nadal estuvo a punto de convertirse en la estrella de la noche porque los periodistas más periodistas le persiguieron en busca de noticia: ¿Cómo ha sido tu salida del Grupo Plaza & Janés? ¿Qué sabes de la fusión de Plaza y Grijalbo? ¿Qué vas a hacer? Y él, sonriendo de oreja a oreja, tan tranquilo. 'Estoy mejor de la espalda, ya no podía más, he recorrido todas las ferias con cortisona para poder aguantar...'. Y los jefes del Grupo Planeta Jesús Badenes y Julián León, también tan tranquilos. Ni un comentario sobre la salida de Andreu Teixidor de Destino o de la incorporación de Luis Suñén a Espasa-Calpe. Nada. Por no hablar, ni siquiera se habló de Hemingway.

Los anunciados Manuel Leguineche, autor del prólogo de París era una fiesta, y Gonzalo Suárez, del de Al otro lado del río y entre los árboles, no pudieron viajar a Barcelona por motivos diversos. Y como eran ellos los encargados de hablar de los libros, los de Seix pensaron que era mejor que nadie soltara el rollo y que la fiesta fuera eso, una fiesta. A Ernesto, como le gustaba que le llamaran en España, quizá le hubiera gustado o quizá no. Pero ahí están los libros, que hablan por sí solos, y ahí está la leyenda del escritor autodidacta, corresponsal de guerra, aventurero, deportista, bebedor y mujeriego, una leyenda, cuentan sus biógrafos más críticos, que si no se fabricó él mismo sí ayudó a que se mantuviera. La verdad es que le machacaron, ya antes de su muerte y, sobre todo, después de su suicidio. Si no le llamaron fantasma, faltó poco e incluso su literatura fue puesta en tela de juicio por los ortodoxos. Consideraron, por ejemplo, que sólo su primera obra valía la pena, como Adiós a las armas, por ejemplo.

París era una fiesta, que se publicó tres años después de su muerte, 'es el mejor Hemingway', rebate Leguineche en su prólogo. Y tiene bastante razón. Es una crónica deliciosa de la Ciudad Luz de entreguerras, de aquella panda de locos maravillosos, la generación perdida les llaman, que allí amaron, odiaron, bebieron y vivieron.

Al otro lado del río y entre los árboles, explica Gonzalo Suárez, es 'uno de los libros que más irritación provocaron a raíz de su publicación. Dos años antes de El viejo y el mar y cuatro antes de la obtención del Nobel, eventos que, lejos de amainar la inquina, exacerbaron la insidia'. Ernesto y su leyenda. Hay bastante de él en esta novela, que se publicó en 1950. El coronel Cantwell, el protagonista, es un cincuentón que vive un amor sin futuro con una joven aristócrata un invierno en Venecia. 'La alquimia de Hemingway', dice Suárez, 'radica precisamente en eso, en transmutar la realidad en ficción y no viceversa'. Pues eso, digan lo que digan, Ernesto tiene alquimia y es, además, una leyenda que nos gusta, desde cuando se puso un año de más para poder ir a la guerra y tuvo que apuntarse a la Cruz Roja porque no le dejaron ser soldado por una lesión en un ojo, o cuando, conduciendo una ambulancia en Italia, resultó gravemente herido, o cuando participó en la liberación de París.

Si tienen tiempo, léanse estos dos libros. Seguramente les gustarán. Y si tienen más tiempo, también pueden leer o releer sus relatos Los asesinos y Las nieves del Kilimanjaro. Valen la pena. Bueno, Hemingway no estuvo en la fiesta, pero sí estuvo, lo mismo que Gimferrer.

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