Comunión
Tengo ganas locas de extenderme sobre el caudal de rimel que exhibe la nueva esposa del presidente de México, y de avisarla del peligro que correría en caso de desprendimiento de pestaña y aplastamiento consiguiente de uno o incluso dos pies, pero, como de costumbre, la Iglesia católica se ha precipitado a anatematizar su unión con Fox, y a mí, qué quieren, me encanta ponerme al lado de los expulsados de la grey. Así que bendito sea su rimel, y el de todas las mujeres estigmatizadas por la jerarquía eclesiástica.
No tengo noticias de que la Iglesia oficial haya negado nunca la comunión a Alfredo Astiz, el teniente de la Marina argentina que acaba de entregarse a la justicia de su país para ver si evita que le extraditen a Italia, en donde le han abierto un proceso por delitos de lesa humanidad. Ni siquiera sé si Astiz comulgaba, aunque no me extrañaría, porque era un caballero marino de los pies a la cabeza.
Hace 19 años, cuando el apuesto Astiz rindió las Georgias del Sur, durante la guerra de las Malvinas, tuve la oportunidad de publicar en este periódico una reconstrucción de su personalidad, obtenida gracias al testimonio de varios supervivientes de sus métodos en la Escuela de Mecánica de la Armada. Uno de ellos me dijo que allí, los torturadores eran, en un 70%, burócratas obedientes; luego había un 20% de psicópatas y, finalmente, un 10% de convencidos, que actuaban en nombre de una ideología. 'Eran los peores. Entre ellos se encontraba Alfredo Astiz'. No torturaba personalmente, aunque seguramente alguna vez incurrió en ello: él se infiltraba, denunciaba, proporcionaba víctimas. Muchas murieron sin saber que aquel chico a quien llamaban Ángel rubio era en realidad el Ángel de la muerte.
Pero si a la Iglesia se le olvidó el detalle de excluir de sus ritos a Astiz y sus iguales, una extraña forma de justicia ha surgido contra él, igual que ocurrió con sus jefes Videla y Masera: le acusan los bebés de sus víctimas, los niños que robó. El futuro repara el pasado. Y eso bien vale una celebración.
Me he puesto tan contenta que estoy por untarme también con una sobredosis de rimel. (Observen la astucia con que ligo principio y final de esta columna: por las pestañas.)
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